viernes, noviembre 26, 2010

martes, noviembre 23, 2010

martes, noviembre 09, 2010

Sobre el ensayo

El arte de perdurar, de Hugo Hiriart, Oaxaca, México: Editorial Almadía, 2010.

Introducción

El ensayo limita hacia abajo con el aforismo y la máxima, que son ensayos destilados, y hacia arriba con el tratado, que es examen exhaustivo de algo. De un lado, Nietzche vanagloriándose: “Digo más en un aforismo que otros escritores en libros enteros”; el otro, el enorme y complejo Ensayo sobre el entendimiento humano, de John Locke (muy bien traducido entre nosotros por el fallecido Edmundo O’Gorman). Entre estos dos extremos heroicos se sitúa el ameno y libérrimo campo del ensayo.
Pero el ensayo se distingue también del tratado por su irresponsabilidad gozosa. El único compromiso del ensayo es no aburrir, quitando eso lo admite todo: el chisme, la tentativa, la extravagancia, el juego, la cita de memoria, el coqueteo, la arbitrariedad. Y es ilimitado: cualquier tema es bueno para un ensayo, desde la sesudsa disquisición sobre la realidad política a la Sarmiento, Mariátegui o González Prada, hasta la mosca de Proust que oyó zumbar Alfonso Reyes. Todo se vale.
¿Todo? ¿Puede un ensayo tener, por ejemplo, personajes? Desde luego, ahí están los ensayos en diálogo de Plutarco o Cicerón, y uno de los mejores ensayos jamás escritos, El sobrino de Rameu, de Diderot (traducido por Goethe al alemán) tiene personajes.
¿Cuál es entonces la diferencia entre cuento y ensayo?
Digamos que el cuento trata de reproducir las conductas, siempre misteriosas, de la gente, y su habla, y las situaciones en que se ve envuelta, mientras que el ensayo trata sólo de reproducir el discurrir de nuestra inteligencia o comprensión de las cosas. El criterio más sano para distinguir cuento de ensayo es que el cuento precisa verosimilitud y el ensayo no. Verosímil es la acción o situación humana creíble. Si en un cuento realista un personaje salta limpiamente una barda de cuatro metros de alto, cae en inverosimilitud porque, simplemente, nadie puede dar este salto. Es decir, porque la acción no es coherente con el personaje. Verosímil no quiere decir real, sino coherente. Volar en un caballo alado hasta la Luna es, en un cuento fantástico, perfectamente verosímil. Es decir, no contradice las premisas de la situación o del personaje. La realidad con frecuencia es inverosímil, pero sólo las narraciones tienen ese requisito que cumplir, la realidad puede hacer y hace lo que le da la gana.
En el ensayo, donde no se narran acciones humanas, no hay nada en qué creer, y, por lo tanto, no tiene sentido pedirle ninguna verosimilitud. AL ensayo se le puede pedir perspicacia, lógica, ingenio, pero n hay espacio en él para la delicada coherencia de lo creíble.
En este orden es ilustrativo el caso del gran ensayista norteamericano Guy Davenport cuyos ensayos son nutritivos y de irresistible deleite, pero sus cuentos, construidos con el mismo material de los ensayos pero sin el sutil latir de la existencia humana que conviene al cuento, son aburridos.
Con la novela la relación es diferente. La novela es monstruo en el que todo cabe, es barril sin fondo. Por eso es frecuente que las novelas contengan ensayos disfrazados o patentes. Por ejemplo, los famosos y pesadísimos ensayos “De los monasterios en general” y, como, si no bastara con un plomo, “De los monasterios en Francia” que figuran en la novela, por otra parte obra maestra, Los miserables, de Víctor Hugo. O el “Elogio del agua”, trozo magistral del Ulises de Joyce.
Pero el problema no es que la novela contenga bien acotados ensayos, sino que hay novelas que se presentan como verdaderos ensayos. Por ejemplo, Thomas Mann describía su novela La montaña mágica como un largo ensayo sobre la situación cultural de Europa. Sí, pero esa es sólo una de las muchas lecturas de la novela. Muchos no la hemos leído así. La novela, frente al ensayo, se caracteriza por su pluralidad de interpretaciones legítimas. Mientras que el ensayo no tiene casi nunca esa ambigüedad: está escrito para ser comprendido sin necesidad de interpretación, directamente.
El ensayo puede estar escrito en prosa o en verso. Sobre la naturaleza de las cosas, largo ensayo donde Lucrecio expone su filosofía materialista, está en verso. Partes del Libro de Job, brillantísimo ensayo sobre el mal, están en verso. Pero es cierto que la poesía preponderante desde hace siglos ha sido la lírica, y se ha reservado a la prosa para otros tipos de disquisición menos exaltada, más racional y espesa.
No hay que confundir el ensayo con la crónica. Crónica es la narración de un suceso real. Ensayo es el discurrir racional sobre un tema dado. La crónica es falsa o verdadera, puntual o no. El ensayo es interesante o aburrido, pero no fiel o infiel porque no tiene ni puede tener ningún compromiso de fidelidad con nada. Si el ensayo acierta, a menudo contiene verdades, pero nunca son del tipo de verdades que explaya la crónica. En Carlos Monsiváis, notable ensayista y el mejor de nuestros cronistas, los dos géneros se acercan, pero nunca se confunden.
Por último, no hay ninguna razón para no adaptar ensayos al teatro o al cine. Que el ensayo es tan representable en teatro como las ficciones habituales lo prueban, por ejemplo, el teatro de Cantor en conjunto y obras com la escenificación, dirigida por Peter Brooke, de los ensayos contenidos en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, del médico y escritor Oliver Sacks. Claro que lo deseable es que no sea un ensayo ilustrado más o menos gratuitamente en la escena, sino una auténtica obra de teatro con contenido ensayístico. Brenard Shaw, que en sus obras se acercó mucho a este teatro ensayístico, solía decir: “La inteligencia tiene sus pasiones y son tan fuertes como las que brotan del sentimiento”.
Los ensayos en cine son muy frecuentes, se llaman documentales.
Al marcar los límites de la cosa, la identificamos. En literatura los límites son siempre imprecisos, pero claros. Esto sucede muy a menudo: pensemos en los límites de los colores, sabemos muy bien cuál es el color azul y cuál el verde, aunque hay tonos de color que dudamos de identificar como verde o azul. Los límites entre colores, como los literarios, son imprecisos, pero claros.
Todos los límites son interesantes. Los espaciales: el lugar donde se tocan dos realidades.
Por ejemplo, ¿por qué se curva un poco hacia arriba el agua en el lugar donde se encuentra con el vaso?, o el lugar donde la ciudad se convierte en campo, calificada por Pío Baroja de siempre tristona y desangelada, o en ese momento en que nuestra mirada choca con la mirada del otro, del prójimo, igual a nosotros y al mismo tiempo completamente diferente y cuya interioridad es opaca a nuestra percepción.
Y los temporales: el origen y el fin de algo o el momento en que un ser deja de ser lo que es para convertirse en otra cosa. El universo ahí está, pero si preguntamos por sus límites temporales surgen preguntas dramáticas, como la clásica y monstruosa de Leibniz: ¿por qué hay algo en vez de nada?
Afortunadamente nuestra indagación no es sobre estas desmesuradas cuestiones, sino sobre algunos sencillos límites literarios. En el primer capítulo, que espero sea al mismo tiempo crítico y cariñoso, exploro las razones y consecuencias de que Reyes no haya alcanzado una magnus opus cabalmente representativa de su enorme talento, ¿con qué limíte topó el maestro para no alcanzarlo?
En el segundo capítulo amplío y generalizo el problema planteado, sitúo a Reyes entre los grandes polígrafos franceses de fines del siglo XIX y comparo su arte del ensayo con el de Paul de Saint-Victor. Y también enfrento el ensayo alfonsino con otro tipo de ensayo diferente, el de la tradición británica representada en este caso por el arte de George Orwell.
En el tercero examino la influencia posible de los ensayos de Reyes en los de su amigo Jorge Luis Borges y exploro por qué este último sí alcanzó la obra maestría representativa negada a Reyes. Trazo un boceto de tipología de la inmortalidad literaria y estudio, en una comparación con Ibargüengoitia, las condiciones de la fama entre los jóvenes al momento de la muerte del maestro.
La ruta que elegí para emprender la ascensión a la montaña Alfonso Reyes, el tema de la perduración literaria, no es la más agradable y frecuentada, es ápera y entrometida en cosas de las que no se suele hablar, pero siempre presentes, creo, en la mente de todo escritor. Tiene precipitaderos peligrosos, como parecer hasta una especie de investigación de mercados. Pero si es bien sorteada nos puede revelar alguna verdad profunda acerca de la esencia del arte literario.
Luis Cardoza y Aragón, que era sincero y no se daba falsos aires de pureza, me dijo un día: “La fama es indescifrable. Ya quisiera llegar yo a perdurar, no con un libro entero, sino con un poema, hasta con un verso”.
Ese misterio de lo que transcurre y lo que permanece es el que vamos a examinar aquí.
Reyes y Borges fueron nuestros maestros, míos y de tantos más. Por eso los estudio. Pero también la reverencia tiene sus límites. No quisiera que se dijera de ete ensayo: “Muerto el león, se acercan a olisquear los perros”, Pero prefiero que se diga eso a ser un discípulo sumiso e indiferente que nunca levantó la mano en clase, se puso de pie y formuló su objeción. El discípulo fiel tiene que hacerlo alguna vez.

domingo, octubre 31, 2010

Muerte sin fin

José Gorostiza

Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo;
lleno de mí —ahíto— me descubro
en la imagen atónita del agua,
que tan sólo es un tumbo inmarcesible,
un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso,
que nada tiene
sino la cara en blanco
hundida a medias, ya, como una risa agónica,
en las tenues holandas de la nube
y en los funestos cánticos del mar
—más resabio de sal o albor de cúmulo
que sola prisa de acosada espuma.
No obstante —oh paradoja— constreñida
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma.
En él se asienta, ahonda y edifica,
cumple una edad amarga de silencios
y un reposo gentil de muerte niña,
sonriente, que desflora
un más allá de pájaros
en desbandada.
En la red de cristal que la estrangula,
allí, como en el agua de un espejo,
se reconoce;
atada allí, gota con gota,
marchito el tropo de espuma en la garganta
¡qué desnudez de agua tan intensa,
qué agua tan agua,
está en su orbe tornasol soñando,
cantando ya una sed de hielo justo!
¡Mas qué vaso —también— más providente
éste que así se hinche
como una estrella en grano,
que así, en heroica promisión, se enciende
como un seno habitado por la dicha,
y rinde así, puntual,
una rotunda flor
de transparencia al agua,
un ojo proyectil que cobra alturas
y una ventana a gritos luminosos
sobre esa libertad enardecida
que se agobia de cándidas prisiones!

¡Más que vaso —también— más providente!
Tal vez esta oquedad que nos estrecha
en islas de monólogos sin eco,
aunque se llama Dios,
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdidiza,
pero que acaso el alma sólo advierte
en una transparencia acumulada
que tiñe la noción de Él, de azul.
El mismo Dios,
en sus presencias tímidas,
ha de gastar la tez azul
y una clara inocencia imponderable,
oculta al ojo, pero fresca al tacto,
como este mar fantasma en que respiran
—peces del aire altísimo—
los hombres.
¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul!
Un coagulado azul de lontananza,
un circundante amor de la criatura,
en donde el ojo de agua de su cuerpo
que mana en lentas ondas de estatura
entre fiebres y llagas;
en donde el río hostil de su conciencia
¡agua fofa, mordiente, que se tira,
ay, incapaz de cohesión al suelo!
en donde el brusco andar de la criatura
amortigua su enojo,
se redondea
como una cifra generosa,
se pone en pie, veraz, como una estatua.
¿Qué puede ser —si no— si un vaso no?
Un minuto quizá que se enardece
hasta la incandescencia,
que alarga el arrebato de su brasa,
ay, tanto más hacia lo eterno mínimo
cuanto es más hondo el tiempo que lo colma.
Un cóncavo minuto del espíritu
que una noche impensada,
al azar
y en cualquier escenario irrelevante
con el vuelo del pájaro,
estalla en él como un cohete herido
y en sonoras estrellas precipita
su desbandada pólvora de plumas.
Mas en la médula de esta alegría,
no ocurre nada, no;
sólo un cándido sueño que recorre
las estaciones todas de su ruta
tan amorosamente
que no elude seguirla a sus infiernos,
ay, y con qué miradas de atropina,
tumefactas e inmóviles, escruta
el curso de la luz, su instante fúlgido,
en la piel de una gota de rocío;
concibe el ojo
y el intangible aceite
que nutre de esbeltez a la mirada;
gobierna el crecimiento de las uñas
y en la raíz de la palabra esconde
el frondoso discurso de ancha copa
y el poema de diáfanas espigas.
Pero aún más —porque en su cielo impío
nada es tan cruel como este puro goce—
somete sus imágenes al fuego
de especiosas torturas que imagina
—las infla de pasión,
en la prisma del llanto las deshace,
las ciega con el lustre de un barniz,
las satura de odios purulentos,
rencores zánganos
como una mala costra,
angustias secas como la sed del yeso.
Pero aún más —porque, inmune a la mácula,
tan perfecta crueldad no cede a límites—
perfora la substancia de su gozo
con rudos alfileres;
piensa el tumor, la úlcera y el chancro
que habrán de festonar la tez pulida,
toma en su mano etérea a la criatura
y la enjuta, la hincha o la demacra,
como a un copo de cera sudorosa,
y en un ilustre hallazgo de ironía
la estrecha enternecido
con los brazos glaciales de la fiebre.
Mas nada ocurre, no, sólo este sueño
desorbitado
que se mira a sí mismo en plena marcha;
presume, pues, su término inminente
y adereza en el acto
el plan de su fatiga,
su justa vacación
su domingo de gracia allá en el campo,
al fresco albor de las camisas flojas.
¡Qué trebolar mullido, qué parasol de niebla
se regala en el ánimo
para gustar la miel de sus vigilias!
Pero el ritmo es su norma, el solo paso,
la sola marcha en círculo, sin ojos;
así, aun de su cansancio, extrae
¡hop!
largas cintas de cintas de sorpresas
que en un constante perecer enérgico,
en un morir absorto,
arrasan sin cesar su bella fábrica
hasta que —hijo de su misma muerte,
gestado en la aridez de sus escombros—
siente que su fatiga se fatiga,
se erige a descansar de su descanso
y sueña que su sueño se repite,
irresponsable, eterno,
muerte sin fin de una obstinada muerte,
sueño de garza anochecido a plomo
que cambia sí de pie, mas no de sueño,
que cambia sí la imagen,
mas no la doncellez de su osadía
¡oh inteligencia, soledad en llamas!
que lo consume todo hasta el silencio,
sí, como una semilla enamorada
que pudiera soñarse germinando,
probar en el rencor de la molécula
el salto de las ramas que aprisiona
y el gusto de su fruta prohibida,
ay, sin hollar, semilla casta,
sus propios impasibles tegumentos.

¡Oh inteligencia, soledad en llamas
que todo lo concibe sin crearlo!
Finge el calor del lodo,
su emoción de substancia adolorida,
el iracundo amor que lo embellece
y lo encumbra más allá de las alas
a donde sólo el ritmo
de los luceros llora,
mas no le infunde el soplo que lo pone en pie
y permanece recreándose a sí misma,
única en Él, inmaculada, sola en Él,
reticencia indecible,
amoroso temor de la materia,
angélico egoísmo que se escapa
como un grito de júbilo sobre la muerte
—oh inteligencia, páramo de espejos!
helada emanación de rosas pétreas
en la cumbre de un tiempo paralítico;
pulso sellado;
como una red de arterias temblorosas,
hermético sistema de eslabones
que apenas se apresura o se retarda
según la intensidad de su deleite;
abstinencia angustiosa
que presume el dolor y no lo crea,
que escucha ya en la estepa de sus tímpanos
retumbar el gemido del lenguaje
y no lo emite;
que nada más absorbe las esencias
y se mantiene así, rencor sañudo,
una, exquisita, con su dios estéril,
sin alzar entre ambos
la sorda pesadumbre de la carne,
sin admitir en su unidad perfecta
el escarnio brutal de esa discordia
que nutren vida y muerte inconciliables,
siguiéndose una a otra
como el día y la noche,
una y otra acampadas en la célula
como en un tardo tiempo de crepúsculo,
ay, una nada más, estéril, agria,
con Él, conmigo, con nosotros tres;
como el vaso y el agua, sólo una
que reconcentra su silencio blanco
en la orilla letal de la palabra
y en la inminencia misma de la sangre.
¡ALELUYA, ALELUYA!

Iza la flor su enseña,
agua, en el prado.
¡Oh, qué mercadería
de olor alado!

¡Oh, qué mercadería
de tenue olor!
¡cómo inflama los aires
con su rubor!

¡Qué anegado de gritos
está el jardín!
«¡Yo, el heliotropo, yo!»
«¿Yo? El jazmín.»

Ay, pero el agua,
ay, si no huele a nada.

Tiene la noche un árbol
con frutos de ámbar;
tiene una tez la tierra,
ay, de esmeraldas.

El tesón de la sangre
anda de rojo;
anda de añil el sueño;
la dicha, de oro.

Tiene el amor feroces
galgos morados;
pero también sus mieses,
también sus pájaros.

Ay, pero el agua,
ay, si no luce a nada.

Sabe a luz, a luz fría,
sí, la manzana.
¡Qué amanecida fruta
tan de mañana!
¡Qué anochecido sabes,
tú, sinsabor!
¡cómo pica en la entraña
tu picaflor!

Sabe la muerte a tierra,
la angustia a hiel.
Este morir a gotas
me sabe a miel.

Ay, pero el agua,
ay, si no sabe a nada.

[BAILE]

Pobrecilla del agua,
ay, que no tiene nada,
ay, amor, que se ahoga,
ay, en un vaso de agua.

En el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma
—ciertamente.
Trae una sed de siglos en los belfos,
una sed fría, en punta, que ara cauces
en el sueño moroso de la tierra,
que perfora sus miembros florecidos,
como una sangre cáustica,
incendiándolos, ay, abriendo en ellos
desapacibles úlceras de insomnio.
Más amor que sed; más que amor, idolatría,
dispersión de criatura estupefacta
ante el fulgor que blande
—germen del trueno olímpico— la forma
en sus netos contornos fascinados.
¡Idolatría, sí idolatría!
Mas no le basta el ser un puro salmo,
un ardoroso incienso de sonido;
quiere, además, oírse.
Ni le basta tener sólo reflejos
—briznas de espuma
para el ala de luz que en ella anida;
quiere, además, un tálamo de sombra,
un ojo,
para mirar el ojo que la mira.
En el lago, en la charca, en el estanque,
en la entumida cuenca de la mano,
se consuma este rito de eslabones,
este enlace diabólico
que encadena el amor a su pecado.
En el nítido rostro sin facciones
el agua, poseída,
siente cuajar la máscara de espejos
que el dibujo del vaso le procura.
Ha encontrado, por fin,
en su correr sonámbulo,
una bella, puntual fisonomía.
Ya puede estar de pie frente a las cosas.
Ya es ella también, aunque por arte
de estas limpias metáforas cruzadas,
un encendido vaso de figuras.
El camino, la barda, los castaños,
para durar el tiempo de una muerte
gratuita y prematura, pero bella,
ingresan por su impulso
en el suplicio de la imagen propia
y en medio del jardín, bajo las nubes,
descarnada lección de poesía,
instalan un infierno alucinante.

Pero el vaso en sí mismo no se cumple.
Imagen de una deserción nefasta
¿qué esconde en su rigor inhabitado,
sino esta triste claridad a ciegas,
sino esta tentaleante lucidez?
Tenedlo ahí, sobre la mesa, inútil.
Epigrama de espuma que se espiga
ante un auditorio anestesiado,
incisivo clamor que la sordera
tenaz de los objetos amordaza,
flor mineral que se abre para adentro
hacia su propia luz,
espejo ególatra
que se absorbe a sí mismo contemplándose.
Hay algo en él, no obstante, acaso un alma,
el instinto augural de las arenas,
una llaga tal vez que debe al fuego,
en donde le atosiga su vacío.
Desde este erial aspira a ser colmado.
En el agua, en el vino, en el aceite,
articula el guión de su deseo;
se ablanda, se adelgaza;
ya su sobrio dibujo se le nubla,
ya embozado en el giro de un reflejo,
en un llanto de luces se liquida.

Mas la forma en sí misma no se cumple.
Desde su insigne trono faraónico,
magnánima,
deífica,
constelada de epítetos esdrújulos,
rige con hosca mano de diamante.
Está orgullosa de su orondo imperio.
¡En las augustas pituitarias de ónice
no juega, acaso, el encendido aroma
con que arde a sus pies la poesía?
¡Ilusión, nada más gentil narcótico
que puebla de fantasmas los sentidos!
Pues desde ahí donde el dolor emite
¡oh turbio sol de podre!
el esmerado brillo que lo embosca,
ay, desde ahí, presume la materia
que apenas cuaja su dibujo estricto
y ya es un jardín de huellas fósiles,
estruendoso fanal,
rojo timbre de alarma en los cruceros
que gobierna la ruta hacia otras formas.
La rosa edad que esmalta su epidermis
—senil recién nacida—
envejece por dentro a grandes siglos.
Trajo puesta la proa a lo amarillo.
El aire se coagula entre sus poros
como un sudor profuso
que se anticipa a destilar en ellos
una esencia de rosas subterráneas.
Los crudos garfios de su muerte suben,
como musgo, por grietas inasibles,
ay, la hostigan con tenues mordeduras
y abren hueco por fin a aquel minuto
—¡miradlo en la lenteja del reloj,
neto, puntual, exacto,
correrse un eslabón cada minuto!—
cuando al soplo infantil de un parpadeo,
la egregia masa de ademán ilustre
podrá caer de golpe hecha cenizas.

No obstante —¿por qué no?— también en ella
tiene un rincón el sueño,
árido paraíso sin manzana
donde suele escaparse de su rostro,
por el rostro marchito del espectro
que engendra aletargada, su costilla.
El vaso de agua es el momento justo.
En su audaz evasión se transfigura,
tuerce la órbita de su destino
y se arrastra en secreto hacia lo informe.
La rapiña del tacto no se ceba
—aquí, en el sueño inhóspito—
sobre el templado nácar de su vientre,
ni la flauta Don Juan que la requiebra
musita su cachonda serenata.
El sueño es cruel,
ay, punza, roe, quema, sangra, duele.
Tanto ignora infusiones como ungüentos.
En los sordos martillos que la afligen
la forma da en el gozo de la llaga
y el oscuro deleite del colapso.
Temprana madre de esa muerte niña
que nutre en sus escombros paulatinos,
anhela que se hundan sus cimientos
bajo sus plantas, ay, entorpecidas
por una espesa lentitud de lodo;
oye nacer el trueno del derrumbe;
siente que su materia se derrama
en un prurito de ácidas hormigas;
que, ya sin peso, flota
y en un claro silencio se deslíe.
Por un aire de espejos inminentes
¡oh impalpables derrotas del delirio!
cruza entonces, a velas desgarradas,
la airosa teoría de una nube.

En la red de cristal que la estrangula,
el agua toma forma,
la bebe, sí, en el módulo del vaso,
para que éste también se transfigure
con el temblor del agua estrangulada
que sigue allí, sin voz, marcando el pulso
glacial de la corriente.
Pero el vaso
—a su vez—
cede a la informe condición del agua
a fin de que —a su vez— la forma misma,
la forma en sí, que está en el duro vaso
sosteniendo el rencor de su dureza
y está en el agua de aguijada espuma
como presagio cierto de reposo,
se pueda sustraer al vaso de agua;
un instante, no más,
no más que el mínimo
perpetuo instante del quebranto,
cuando la forma en sí, la pura forma,
se abandona al designio de su muerte
y se deja arrastrar, nubes arriba,
por ese atormentado remolino
en que los seres todos se repliegan
hacia el sopor primero,
a construir el escenario de la nada.
Las estrellas entonces ennegrecen.
Han vuelto al dardo insomne
a la noche perfecta de su aljaba.

Porque en el lento instante del quebranto,
cuando los seres todos se repliegan
hacia el sopor primero
y en la pira arrogante de la forma
se abrasan, consumidos por su muerte
—¡ay, ojos, dedos, labios,
etéreas llamas del atroz incendio!—
el hombre ahoga con sus manos mismas,
en un negro sabor de tierra amarga,
los himnos claros y los roncos trenos
con que cantaba la belleza,
entre tambores de gangoso idioma
y esbeltos címbalos que dan al aire
sus golondrinas de latón agudo;
ay, los trenos e himnos que loaban
la rosa marinera
que consuma el periplo del jardín
con sus velas henchidas de fragancia;
y el malsano crepúsculo de herrumbre,
amapola del aire lacerado
que se pincha en las púas de un gorjeo;
y la febril estrella, lis de calosfrío,
punto sobre las íes
de las tinieblas;
y el rojo cáliz del pezón macizo,
sola flor de granado
en la cima angustiosa del deseo,
y la mandrágora del sueño amigo
que crece en los escombros cotidianos
—ay, todo el esplendor de la belleza
y el bello amor que la concierta toda
en un orbe de imanes arrobados.

Porque el tambor rotundo
y las ricas bengalas que los címbalos
tremolan en la altura de los cantos,
se anegan, ay, en un sabor de tierra amarga,
cuando el hombre descubre en sus silencios
que su hermoso lenguaje se le agosta,
se le quema —confuso— en la garganta,
exhausto de sentido;
ay, su aéreo lenguaje de colores,
que así se jacta del matiz estricto
en el humo aterrado de sus sienas
o en el sol de sus tibios bermellones;
él, que discurre en la ansiedad del labio
como una lenta rosa enamorada;
él, que cincela sus celos de paloma
y modula sus látigos feroces;
que salta en sus caídas
con un ruidoso síncope de espumas;
que prolonga el insomnio de su brasa
en las mustias cenizas del oído;
que oscuramente repta
e hinca enfurecido la palabra
de hiel, la tuerta frase de ponzoña;
él que labra el amor del sacrificio
en columnas de ritmos espirales,
sí, todo él, lenguaje audaz del hombre,
se le ahoga —confuso— en la garganta
y de su gracia original no queda
sino el horror de un pozo desecado
que sostiene su mueca de agonía.
Porque el hombre descubre en sus silencios
que su hermoso lenguaje se le agosta
en el minuto mismo del quebranto,
cuando los peces todos
que en cautelosas órbitas discurren
como estrellas de escamas, diminutas,
por la entumida noche submarina,
cuando los peces todos
y el ulises salmón de los regresos
y el delfín apolíneo, pez de dioses,
deshacen su camino hacia las algas;
cuando el tigre que huella
la castidad del musgo
con secretas pisadas de resorte
y el bóreas de los ciervos presurosos
y el cordero Luis XV, gemebundo,
y el león babilónico
que añora el alabastro de los frisos
—¡flores de sangre, eternas,
en el racimo inmemorial de las especies!—
cuando todos inician el regreso
a sus mudos letargos vegetales;
cuando la aguda alondra se deslíe
en el agua del alba,
mientras las aves todas
y el solitario búho que medita
con su antifaz de fósforo en la sombra,
la golondrina de escritura hebrea
y el pequeño gorrión, hambre en la nieve,
mientras todas las aves se disipan
en la noche enroscada del reptil;
cuando todo —por fin— lo que anda o repta
y todo lo que vuela o nada, todo,
se encoge en un crujir de mariposas,
regresa a sus orígenes
y al origen fatal de sus orígenes,
hasta que su eco mismo se reinstala
en el primer silencio tenebroso.

Porque los bellos seres que transitan
por el sopor añoso de la tierra
—¡tragos de sangre, libres,
en la pantalla de su sueño impuro!—
todos se dan a un frenesí de muerte,
ay, cuando el sauce
acumula su llanto
para urdir la substancia de un delirio
en que —¡tú! ¡yo! ¡nosotros!— de repente,
a fuerza de atar nombres destemplados,
ay, no le queda sino el tronco prieto,
desnudo de oración ante su estrella;
cuando con él, desnudos, se sonrojan
el álamo temblón de encanecida barba
y el eucalipto rumoroso,
témpano de follaje
y tornillo sin fin de la estatura
que se pierde en las nubes, persiguiéndose;
y también el cerezo y el durazno
en su loca efusión de adolescentes
y la angustia espantosa de la ceiba
y todo cuanto nace de raíces,
desde el heroico roble hasta la impúbera
menta de boca helada;
cuando las plantas de sumisas plantas
retiran el ramaje presuntuoso,
se esconden en sus ásperas raíces
y en la acerba raíz de sus raíces
y presas de un absurdo crecimiento
se desarrollan hacia la semilla,
hasta quedar inmóviles
¡oh cementerios de talladas rosas!
en los duros jardines de la piedra.

Porque desde el anciano roble heroico
hasta la impúbera
menta de boca helada,
ay, todo cuanto nace de raíces
establece sus tallos paralíticos
en los duros jardines de la piedra,
cuando el rubí de angélicos melindres
y el diamante iracundo
que fulmina a la luz con un reflejo,
más el ario zafir de ojos azules
y la geórgica esmeralda que se anega
en el abrilde su robusta clorofila,
una a una, las piedras delirantes,
con sus lindas hermanas cenicientas,
turquesa, lapislázuli, alabastro,
pero también el oro prisionero
y la plata de lengua fidedigna,
ingenuo ruiseñor de los metales
que se ahoga en el agua de su canto;
cuando las piedras finas
y los metales exquisitos, todos,
regresan a sus nidos subterráneos
por las rutas candentes de la llama,
ay, ciegos de su lustre,
ay, ciegos de su ojo,
que el ojo mismo,
como un siniestro pájaro de humo,
en su aterida combustión se arranca.

Porque raro metal o piedra rara,
así como la roca escueta, lisa,
que figura castillos
con sólo naipes de aridez y escarcha,
y así la arena de arrugados pechos
y el humus maternal de entraña tibia,
ay, todo se consume
con un mohíno crepitar de gozo,
cuando la forma en sí, la forma pura,
se entrega a la delicia de su muerte
y en su sed de agotarla a grandes luces
apura en una llama
el aceite ritual de los sentidos,
que sin labios, sin dedos, sin retinas,
sí paso a paso, muerte a muerte, locos,
se acogen a sus túmidas matrices,
mientras unos a otros se devoran
al animal, la planta
a la planta, la piedra
a la piedra, el fuego
al fuego, el mar
al mar, la nube
a la nube, el sol
hasta que todo este fecundo río
de enamorado semen que conjuga,
inaccesible al tedio,
el suntuoso caudal de su apetito,
no desemboca en sus entrañas mismas,
en el acre silencio de sus fuentes,
entre un fulgor de soles emboscados,
en donde nada es ni nada está,
donde el sueño no duele,
donde nada ni nadie, nunca, está muriendo
y solo ya, sobre las grandes aguas,
flota el Espíritu de Dios que gime
con un llanto más llanto aún que el llanto,
como si herido —¡ay, Él también!— por un cabello
por el ojo en almendra de esa muerte
que emana de su boca,
hubiese al fin ahogado su palabra sangrienta.
¡ALELUYA, ALELUYA!

¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
es una espesa fatiga,
un ansia de trasponer
estas lindes enemigas,
este morir incesante,
tenaz, esta muerte viva,
¡oh Dios! que te está matando
en tus hechuras estrictas,
en las rosas y en las piedras,
en las estrellas ariscas
y en la carne que se gasta
como una hoguera encendida,
por el canto, por el sueño,
por el color de la vista.

¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
ay, una ciega alegría,
un hambre de consumir
el aire que se respira,
la boca, el ojo, la mano;
estas pungentes cosquillas
de disfrutarnos enteros
en sólo un golpe de risa,
ay, esta muerte insultante,
procaz, que nos asesina
a distancia, desde el gusto
que tomamos en morirla,
por una taza de té,
por una apenas caricia.

¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
es una muerte de hormigas
incansables, que pululan
¡oh Dios! sobre tus astillas,
que acaso te han muerto allá,
siglos de edades arriba,
sin advertirlo nosotros,
migajas, borra, cenizas
de ti, que sigues presente
como una estrella mentida
por su sola luz, por una
luz sin estrella, vacía,
que llega al mundo escondiendo
su catástrofe infinita.

[BAILE]

Desde mis ojos insomnes
mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!

jueves, octubre 14, 2010

José Vicente Anaya. Poesía

Presentamos a continuación algunos poemas de José Vicente Anaya (Villa Coronado, Chih., 1947) en un tono diferente al de sus poemarios clásicos “Híkuri” y “Peregrino”. Nieto de un guerrillero villista, José Vicente Anaya ha escrito una poesía distinta, a contracorriente de las líneas tradicionales en México, una poesía plena de vitalidad.


Los ángeles lanzan
un autobús de muertos
sobre estos poemas


MORGUE No.1

Empiezo a dormir sobre el aliento
que dejó mi muerte / no puedo soñar.
D e a m b u l o
entre cavernas
que se toman por calles. Salgo
del alarido secreto de otros gritos y
vuelvo a ser el vagabundo perdido,
con huesos tan triturados
que se confunden con cocaína… ¿Qué me sostiene?
Quiero salir,
y en mi cuerpo caigo
a recorrer
este desgano oculto de la noche. ¿A quién busco?
Todos están dormidos. Si fuera verano
y el ambiente de la ciudad menos corrupto,
algunos grillos
me cambiarían el tono de la angustia. He
brincado
límites,
pero me engaño
porque termino en el lugar del salto. Ahora
el trecho
está creciendo
en reversa
de los obstáculos pasados; y
sólo me queda el recurso de las transgresiones,
o quedo anclado. ¿Dónde meterme?
Dicen que en otras ciudades hay
cafeterías, cines, bares, para los desvelados…

He salido a revolcar la voz. Con cada paso
ascienden las cenizas
de los incinerados. La garganta
no puede con otro ritmo
que esté alejado
de los acordes con que responde el piso
en cada huella. La noche
está empeorando,
con esta canción
que se introduce
a envenenar las venas, como
si otro alguien, que soy yo,
se hubiera metido en mí
para usurparme
las ganas de vivir… y
en esta pena
me preparo un escándalo mayor
que sufriré más tarde.
Pero insisto en caminar,
y me voy
disputándole al pánico
mi suerte.

Me voy parpadeando
la oscuridad. Apretado
en la incertidumbre
de que me toque amanecer. Los pajarracos
grises
que anidan los techos
ni siquiera saben recibir al día… no hay
petirrojos, gorriones, canarios, alondras ni
cardenales, y
las palomas pasan con plumajes sucios…
Sin embargo amanece, y
la señal
es ese pitido de la fábrica
que saca su chimenea
sobre las casas. El humo
se levanta
burlándose con sus tonos de negro: adentro
están los hombres
moliéndose la vida… Afuera
el sol nos pinta la bóveda con rojos
mirados
tras una tela opaca… Sigo caminando
hasta
que no obedece el pie
a las intenciones. Me canso. Llego
a donde los edificios
se fueron agrandando, y
esta urbe
impostora
se viste de metrópoli. Hay que pasar
por su centro
palpitante
de pordioseros, pegados
a las puertas
de la abundancia financiera, moscas
enloquecidas
en los muladares
donde nada encuentran… Los
alcohólicos lumpen
desvariando
recuerdos, ilusiones
con que abandonan
la realidad encrudecida: una mujer
huesuda
de costras negras en la piel,
con larga vieja capa
de terciopelo negro,
pasea
majestuosa
como viniendo de la Corte
del Reino de Castilla /
Otro mundo dentro de este mundo:

Y puedes percatarte
de que la lepra no fue una maldad
quedada en el Medioevo:
en la banqueta
se sienta una anciana
que muestra una pierna de madera
y la otra vendada con medio pie comido…

Este mundo
metido en este mundo.




CONVERSACIÓN CON ARMANDO PEREIRA


Hazme una leyenda, amigo,
como tú quieras.
Al cabo no adiestro mi cuerpo
para ninguna posteridad.
Ya ves, Virgilio murió de cáncer
a los 30 años
de andar arrancando
asperezas de la vida, cuando lo supe
pasaron mis 28
rompiendo la barrera del sonido:
se volcaron las pústulas
de algunos de mis órganos.
Ahora entiendo
que yo me acabaré más pronto
quel licor desta cantina legendaria,
más pronto que toda la droga
que le entregó su paranoia
(de amputación en manicomio)
a Fernando,
de quien nadie leerá
los poemas
que lo metieron por ventanas
de soledad eterna.

En esta noche,
mis neuronas alcoholizadas
brincan
en vez de mi dolor,
que apaciguado,
me muerde detrás de una sonrisa…

Hazme una leyenda, qué importa.
La vida ya no puede alcanzarme,
como a James Dean,
aunque tenga 100 años
de existencia…

(de “Morgue”, 1980)



EPIGRAMAS VENENO

I

¿Esperas que te dedique
mis epigramas, nuevo César?
Te los doy a beber.
Los hago con veneno.


II

Los poetas mediocres
responden a Huidobro:
“No pudimos hacer que
florecieran en el poema
…y ahora la usamos
prendida en el ojal”.



Sin olvidar al amor

VII

Caminando contigo la ciudad es nueva:
A nuestro paso las calles se van construyendo.
Los edificios adquieren formas que
los arquitectos jamás han pensado. Y
es verdad. Es cierta esta locura de
reconstruir el mundo, porque dos enamorados
no merecemos estas calles grises.




Golpes de desamor

X

Este polvo que rodea mi osamenta
fue mi carne
en aquél tiempo
cuando aún no anochecíamos.



XI

No sé por qué perdimos ese amor que nos
asombraba tanto. Los dos somos hijos de
la misma época desquiciada. Yo soy, sí,
uno de los peores… ¡y tú me ganas!…



Tiempo suspendido


XIV
Autocrítica:

Me observo en el espejo
y trato de encontrar a otro hombre
que no soy yo, que no puedo serlo;
el que fui y el que pude ser;
el poeta ramplón y el poeta maldito.
Pero me observo más
y tampoco soy un Dios
ni un hombre de trueno,
ni un héroe de aventuras irreales.
Soy este hombre que llora
sin que las lágrimas afloren,
pero que lucha
para que el llanto
no pierda el motivo de la vida.


Venenos para descansar

XVIII

Me saqué los ojos, como Edipo,
y los hijos de la chingada
esperan que sea cierto…



XIX

El único poder trascendente
lo tienen los gusanos
devorando cadáveres
a través de los siglos
y los siglos. Amén.


(de “Epigramas veneno”, inédito)


Datos vitales
José Vicente Anaya (Villa Coronado, Chihuahua, 1947). Poeta, ensayista, traductor y periodista cultural. Ha publicado más de 20 libros, entre ellos: Avándaro (1971), Los valles solitarios nemorosos (1976), Morgue (1981), Punto negro (1981), Largueza del cuento corto chino (7 ediciones), Híkuri (4 ediciones), Poetas en la noche del mundo (1977), Breve destello intenso. El haiku clásico del Japón (1992), Los poetas que cayeron del cielo. La generación beat comentada y en su propia voz (3 ediciones), Peregrino (2002 y 2007), entre otros. Ha traducido libros (publicados) de Henry Miller, Allen Ginsberg, Marge Piercy, Gregory Corso, Carl Sandburg y Jim Morrison. Ha traducido a más de 30 poetas de los Estados Unidos. Ha recibido varios premios por su obra poética. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores CONACULTA-FONCA. Formó parte de la Sociedad de Escritores de México y Japón (SEMEJA). En 1977, funda alforja REVISTA DE POESÍA. Desde 1995 ha impartido seminarios-talleres de poesía en diferentes ciudades de México. Ha asistido a encuentros internacionales de poesía y dado conferencias en varios países como Italia, Estados Unidos, Colombia y Costa Rica.
http://josevicente.infrarrealismo.com/



Círculo de Poesía - Revista electrónica de literatura

sábado, septiembre 18, 2010

Cadáver exquisito 3º B / versión trabajada

Es imposible encontrarte si estás tan cerca.
Me perdí,
volé y volé maravillas en el trueno de un rayo.
Una iguana cae de un árbol:
tal vez tengo que correr,
con lluvia,
entre las gotas que se elevan en búsqueda de las nubes.
No quiero volar pero me elevo;
bajo para buscarte,
pero no.

¿Dónde está el portal hacia la felicidad?
¿Dónde puedo buscar?
Las nubes, el sol, la luna sola.

Vuelo,
las hojas sonríen para llegar a la luna,
pero no puedo alcanzarte.

No vuelo.
Perdido, aterrizo sobre nubes congeladas.
Vuelo al sol, subo al suelo y bajo al cielo.

Estoy junto a ti, no me busques,
sigo durmiendo.
Caigo del cielo,
cucaracha,
caigo sin cesar.

Los caballeros se levantan.

Cadáver exquisito 3ºA / Versión trabajada

Cáscara de naranja pelada en espiral.
La sonrisa se asoma cuando estás solo.
Tus labios recorren el sabor amargo de los míos,
dulces niños amargos sin amor.

¿Y quién dijo que la naranja era dulce si a veces
resulta cáscara?

Hojas que te carcomen la lengua,
palabras en el fondo de una sonrisa que abarca
toda la cara.

Sentidos opuestos,
los días pasan con ganas de parar de vez en cuando.
Ni siquiera sé quién eres.

Un prado,
noche oscura de luz incandescente,
la risa,
espécimen de una fruta rara.

No podrás seguir mintiendo,
todo saldrá a la luz,
señora perseguida por un león.

Hay un sabor amargo,
hay que mirar mañana para sacar al sol.
¿Será su voz?

martes, septiembre 14, 2010

Cadáver Exquisito (corregido) 3ºB



Las ranas saltan como siempre.
Suben para encontrarte quieto en la cama
mirando al cielo,
que es a donde van para poder pensar.

Viven en la casa del árbol
dentro de un bosque encantado.

Los árboles como un puente sobre tu cabeza.

Un bosque lleno de escaleras,
escaleras grises y largas que están
mirando un fondo verde,
donde habitan Adán y Eva.
Lugar prohibido del deseo.

¿Será tan difícil llegar al Infierno?

En cada árbol hay un montón de enanos.
El cielo es tan alto que es difícil sembrar
semillas.


Pájaros en el agua miran la oscuridad.

viernes, abril 30, 2010

Esta Ilusión Real. Nota.

Aquí está mi novela, que prometí subir.

Los espacios grandes entre párrafos corresponden a cambios de capítulos, que no están nunerados, ni tienen título. En el libro los cambios de capítulo, son cambios de páginas, pero aquí no se notan los cambios de página. Por eso la explicación.

Esta Ilusión Real

(Novela)
Fernando Montesdeoca, Editorial Lectorum, 2001.




P R i M E R A P a R T E



Desde la noche, que no es más que el lado del universo en donde no está el sol, llueve sobre la ciudad. Bajo la marquesina de un café un hombre joven ve caer la lluvia. Alguien más, bajo el quicio de un portón cercano, también se cubre de la lluvia y espera a que un Par-vial se acerque para correr, con cuidado claro, y mojarse lo menos posible en el trayecto hacia el módulo de postes azules de la parada. Ve el reloj, ve la lluvia, se desespera, pero no mucho, porque después de todo qué más da. Hay un café casi junto a ella pero no piensa entrar. Se abraza a sí misma cruzando los brazos a la altura de la boca del estómago al mismo tiempo que sostiene contra el pecho una revista. Es bonita, o por lo menos puede parecer bonita, cabello castaño lacio y denso, delgada, falda a la rodilla, fajo, así lo pidió ella en Santa Tere, fajo, dijo, ¿me dejas ver el fajo?, le dijo a la muchacha de ojazos en el puesto del tianguis; fajo entonces, fajo madonesco, pero aún así discreto sobre el suéter sweater de franjas negras grises, hombreras, arremangado y amplio, zapatillas cerradas, pelo no tan lacio en realidad, sino un poco turbulento y ella, bonita, o apenas bonita, como muchas, pero ciertamente transformable bajo la química cercanía de un hombre.

Un Par-vial se acerca al fin, levantando agua, y ella atraviesa la ducha tupida de la lluvia cubriéndose con la revista, hace el ademán de parada: el Par-vial se acerca levantando agua sin detenerse. Ella salta hacia atrás pero de todos modos el agua la alcanza. El látigo de esa ola chasquea en el suelo. En eso la sorprende un ruido de lluvia amortiguada sobre su cabeza. El tipo que estaba bajo la marquesina del café la cubre con su paraguas, luego la toma del brazo y le dice: nos estamos empapando. Yo ya me empapé, le contesta ella. Bajo la marquesina, volteando hacia el Par-vial, hacia su ropa y luego hacia él, le dice: qué desgraciado, ¿no? Mira cómo estoy. Se ríen y luego él dice: qué ojos tienes. Lo dice así, sin admiración, más bien de una manera cálida que a ella le gusta, después cierra el paraguas y sin preguntarle nada le dice ven, vamos a tomar algo caliente mientras deja de llover. Entran y el ruido del agua se apaga más allá de la mitad del establecimiento como la brasa en la punta de un cigarro se apaga en la punta del agua. Ella se sienta y en otra de las sillas deja su revista. ¿Quieres un café azul?, le pregunta él. No, un capuchino. Un capuchino por favor, le repite ella a la mesera, sonríe y ahorita vengo, dice, y se levanta para ir al baño.
Al fondo sólo hay hombres que juegan dominó. Nadie voltea a verla, acaso un tipo casi joven que inmediatamente vuelve su atención al juego. Alguien más vacía una cerveza que parece hervir cuando entra al vaso. Contra lo que ella se imaginaba el baño está limpio. Se asoma a la taza y se imagina una sensación pegajosa y fría bajo los muslos. Toma unas toallitas de papel y reteniendo el aliento pule el borde de la taza. Sus bonitas nalgas bajan aceptando apenas el contacto y orina tibia y dorada.

-Sigue lloviendo -dice cuando regresa mientras con las manos envuelve el capuchino. En un platito descubre una galleta cubierta de chocolate con una cereza en medio. La muerde tímidamente y da un sorbo a su café-. Qué rico -dice.
-¿El café? -pregunta él.
-Mhm -asiente ella mordiendo más galleta.
-¿Por qué no te quitas el suéter? Ha de estar mojado.
-No, no mucho, está bien...
Luego agrega:
-Yo me llamo Yolanda, ¿y tú?
-Javier... Con equis: Xavier.
-Ah, con equis, yo con i griega.
-Con ye.
-¿Cómo?
-Con ye: la i griega es ye en matemáticas.
-Ah -mordida de café sorbo de galleta.
-¿Ya te diste cuenta? Equis y ye: sólo podemos encontrarnos en un punto, ¿ves? -él traza con el dedo una horizontal imaginaria sobre la mesa y luego una vertical que llega hasta la mano que Yolanda tiene puesta junto a su taza de café para estacionarse ahí, tocándola. Ella sonríe, y sin contenerse, aunque en realidad no importa porque es un gesto espontáneo, baja la vista y aprieta con dos dedos de su otra mano al dedo estacionado de Xavier, lo aprieta y de pronto no puede ya soltarlo: se le apaga la sonrisa y alza los ojos: por sus cuerpos se pasea un animal eléctrico. El instante se cae y tocan tierra. La mesera deja de pasada un cenicero entre ellos. Se desconectan: ella suelta el dedo, Xavier quita la mano, el ruido vuelve a entrar como si lo hubieran encendido: voces, la máquina de café chorro de vapor, clink de vasos, Par-vial afuera y tráfico aligerado. Ese hombre igual a todos los hombres que le gustan no es igual.

-¿Vives con tus papás? -le pregunta él.
-No. Vivo sola. Con una amiga.
-¿Y tus papás?
-Aquí mismo, pero en su casa.
Yolanda continúa hablando mientras ve su taza. Un ligerísimo temblor nervioso comienza a azotarla.
-Me salí de mi casa, bueno, de casa de mis papás porque...
-(...)
-...porque ellos no entienden. Yo siempre he sido muy independiente. Diferente. O sea, hago lo que quiero sin dar muchas explicaciones, pero no creas que me destrampo. Ellos piensan que me destrampo, pero no es eso. Lo que pasa es que yo busco otras cosas y además me chocaba que mi hermana, diario, usaba mis cosas. Se ponía mi ropa, mis zapatos, se metía en todas mis cosas: nunca me he llevado bien con ella porque es muy farsante y mustia, no es que no la quiera, es mi hermana, ¿no?, pero siempre ponía a mis papás en mi contra, ¿si? Que si yo era que si no era, que yo hacía... Has de cuenta que...
Yolanda pone la mano encima de la de Xavier para enfatizar. La deja unos instantes, la retira sin turbarse y buscando en el aire unas palabras que no encuentra dice:
-...nada. No importa.
El café se ha ido quedando solo. Ya no parece turbio, como antes lo sintió ella, sino en cierto modo, irreal; como si ellos permanecieran en un lugar que ya no está ahí. El ligero temblor nervioso que la azota dosificadamente se combina con el frío y entonces dice:
-Tengo frío.
-Te mojaste -dice Xavier tocándola en el hombro-. Tu suéter está húmedo-. Sube su mano por el cabello y toca la nuca de ella hundiendo los dedos en su pelo. El temblor llega a la garganta-. Quítate el suéter y ponte mi saco -él retira la mano y comienza a quitarse el saco.
-No no no no -dice ella deteniéndolo.
-Sí -insiste él volviendo a tratar de quitarse el saco.
-No no, estoy bien -se pone seria-. Por favor, no te lo quites -su voz tiembla.
-Bueno, como quieras.
-(...)
-Ya no llueve, ¿qué tal si nos vamos?
El temblor la azota en el pecho y le cierra la garganta. Prefiere no hablar y hace un tenso sí con la cabeza.
Afuera caminan bajo una noche cuyas luces brillan doblemente en el aire y en la superficie mojada del suelo. Amarillo y azul un taxi pasa levantando brisa y atraviesa bajo un semáforo que cambia a rojo. Al fondo de la avenida los semáforos en hilera cambian de uno en uno, todos a rojo, más intensos que a una hora más temprana, más intensos que en una noche sin la transparencia que la lluvia deja al aire. Xavier enlaza su brazo con el de ella. Una bandada de autos espera el siga jadeando como animales. X y Y cruzan y se detienen un momento en el camellón donde están sembrados los planos hongos de acrílico de los respiraderos del tren ligero. Ella aún tiembla y Xavier lo siente. Tiene el impulso de abrazarla pero adelante está el parque y bajo sus árboles puede ser mejor. Dos taxis pasan frente a ellos. Yolanda los ve irse sin saber exactamente qué prefiere ella o qué pretende él. Caminan por el borde del parque, del lado de Vallarta. Al otro lado de la avenida la otra mitad del parque es como un espejo en el que solamente ellos no se reflejan. Yolanda traba las mandíbulas de nervios o de frío: siente que el vampiro despliega las alas sobre ella, el otro brazo abandona el suyo y sube a su hombro, la detiene, le da la vuelta, ella siente al beso bajar desde la copa densa y maligna de los árboles y cierra los ojos a los labios que la envuelven. Tiembla sin control, azotada desde el pecho, pero él ya no lo percibe. Después caminan, pero apenas si se dan cuenta. Salen del parque y mutuamente, sin que ninguno diga ahí, se funden a un hueco de los muros. Ella curva el cuello y él la hace y la deshace redondeándole los pechos y dice no, ella, pero pega su vientre al sexo de Xavier que le pone la mano sobre el pubis. Ella se detiene y no, vuelve a decir, mirándolo desde la turbulencia de su pelo. Aquí no, agrega con una voz ahogada que ni ella misma reconoce.

Suben a un taxi. Atrás de Gigante Américas, dice él. Qué chistoso, dice ella, yo vivo adelante de Gigante Tránsito. Él la oye pero no oye y voltea hacia el frente de listones blancos en el pavimento, techo negro de árboles, globos de luz los arbotantes y luego encuentra los ojos de ella. Yolanda deja ir su cabeza al respaldo mientras él deriva adentro de su boca blanda y abierta que destila saliva. Se hunde en el asiento, la falda se le sube, abre un poco las piernas, pero no es ella, sino alguien que desde adentro de ella las abre. Xavier encuentra el borde de la falda y su mano siente la piel, llega bajo esa oscuridad de tela y piernas hasta el fondo, siente la pantaleta suave y mullida sobre la hierba del pelo, levanta con dos dedos el borde, mete toda la mano, su dedo encuentra la vía húmeda láctea y la recorre. En ese momento ella se transforma y se curva: ya no es ella, ahora es ajena y profundamente ella. Más adelante el taxi se detiene al llegar a un edificio frente al cual Xavier dice aquí es.

Traspasan la puerta de aluminio y cristal que siempre se atora. El vestíbulo hacia las escaleras está oscuro. Yolanda se toca turbada la frente, "¿y ahora?" Frente a ella departamento 3 puerta, junto a ésta, la puerta del 4. Xavier introduce la llave en la cerradura del 4, entreabre y atisba al interior del departamento observando unos segundos la cálida oscuridad que es su casa y luego voltea hacia Yolanda: hay algo que desde el interior de ella da en realidad, y no sólo a sus ojos, una más perfecta belleza; es algo como una luz propia que siempre transforma la belleza o la no-belleza de una mujer, en una, en otra belleza alternativamente visible-invisible, como si desde su centro volara algo que la conmueve y hace de su rostro, especialmente su rostro, el punto en donde de pronto está todo su cuerpo. Es entonces cuando una mujer encuentra el estado perfecto de su más profunda belleza.

No encienden la luz. La tibieza, el silencio y el aroma a interior parecen un mismo elemento. Los brazos de él la envuelven desde atrás. Se besan, pero ella se separa, abre los ojos y dice:
-Me da pena -se tapa un ojo con la palma de la mano.
-¿Qué?
Abriendo un poco el ojo visible y luego sonriendo:
-¿Puedo pasar a tu baño?
-Aaah... -Xavier extiende una mano indeciso. Yolanda asiente con la cabeza y sonríe un poco turbada o divertida- ... Sí, sí, pasa, está aquí, en la recámara -pasan junto a la barra de una cocineta y él abre una puerta-. El apagador está a la derecha -entrecierra la puerta del dormitorio y luego se sienta en un sillón, hundido en la semioscuridad del departamento, a donde llega apenas algo del resplandor de la iluminación de la calle.

Tras él, del otro lado de la barra, la mano de un hombre enciende la luz. Xavier se vuelve esperando ver a Yolanda y se levanta de golpe. Sergio, el tipo que encendió la luz, permanece inmóvil unos momentos, con las manos puestas sobre la barra de la cocineta, como si fuera un barman en servicio, observando más o menos imperturbablemente a la clientela de la tarde sumergida con pesadez en una niebla de humo de cigarros.
-¿Qué pasó? -le pregunta Sergio a Xavier, sin cambiar apenas de actitud.
Xavier se le acerca bajando la voz y echando un vistazo precautorio hacia la recámara:
-¿Qué haces aquí ...? Digo... ¿Cómo llegaste?
Sergio levanta los hombros y abre las manos.
-Estaba en el mercado Libertad. Salí por el lado de las flores y luego... ya sabes.
Xavier ya sabe, sí. Les ha sucedido, a ambos, varias veces, aunque hacía algún tiempo que no se repetía. Que de repente un día alguien salga de su propia casa y de pronto no esté en donde se supone que debería encontrarse inmediatamente, es decir, las escaleras, luego la calle y lo demás, sino en otra parte, en una casa desconocida, otro departamento, por ejemplo, como si hubiera sufrido un acceso de amnesia para de golpe, sin aviso alguno, sin desplazarse, o es más, sin desearlo siquiera, de pronto aparezca en un lugar desconocido, ignorando por qué o después de cuánto tiempo, es, podría ser, una cosa de locos. Sin embargo con un poco de calma para atar cabos, en aquella primera ocasión Xavier pudo detectar algunos detalles al revisar superficialmente ese departamento ajeno al cual llegó sin más, con sólo cruzar la puerta de su casa. Algunos datos de agenda y el recibo de la luz le sirvieron para orientarse. Después de esto no le quedaba más que abandonar el sitio, siempre con la sospecha -confirmada después, al atravesar otra puerta cualquiera- de que las cosas no estarían funcionando de acuerdo a lo preestablecido por nuestras minuciosas costumbres.

Gracias a los datos obtenidos Xavier localizó a Sergio tiempo después de esta experiencia y otras semejantes. Ambos, por alguna razón, o sin razón alguna, que es mejor, solían atravesar puertas a través de las cuales, en algunas ocasiones imprevisibles, intercambiaban de lugar y momento; de ahí en adelante todo se convertía en una sucesión de puertas con destino desconocido hasta que las cosas, como en las películas, volvían a ser como antes.
-¿Qué pasó entonces? -pregunta Xavier.
-Alguien se fue. Pensé que habías sido tú.
Xavier truena los dedos, se mete a la recámara, llama discretamente a la puerta del baño, nada, bueno, ya sabe, abre la puerta, nadie. Claro.
-Ya -dice Sergio-, fue un accidente y alguien que no sabía ni qué se fue a otro lado.
-Al mercado.
-Al mercado, sí. ¿Qué vas hacer?
-No sé. Nada.
-Nada. O.K.
Xavier se mordisquea el borde de un dedo mirando hacia el dormitorio.
-¿Quién era?
-Una... amiga.
-Está bien. No te preocupes. Hay que hacer algo. O no hay que hacer nada. Depende, no sé cómo lo veas tú.
-Creo -dice Xavier-, creo, ¿eh? No estoy seguro, sólo creo que se podría hacer el intercambio otra vez, pero no sé si...
-¿Qué?
-Si tú entras al baño, ¿no ...? ¿Qué pasaría?
-Nada.
-Nada ...Ajá.
-Sí. Hasta que no se acabe esto yo voy a estar aquí, o en cualquier otra parte si atravieso una puerta, cualquiera, la del baño también, y si por pura casualidad aparezco en el mercado no va a ser en el mismo momento en que ella está, ni tampoco ella va a regresar aquí ahorita; pero tú sabes, ¿no?
Xavier sabe, pero ¿quién sabe?
-Así es -continúa Sergio-. No te preocupes, ella sabrá qué hacer, ¿no?
-No... No sé. En realidad... -revisa su cartera- Lo que voy a hacer es ir yo, a lo mejor también puedo pasar.
-Apúrate entonces.
-Sí, me apuro y... otro día nos vemos...
-Sí, adiós... y suerte...
Sin encender la luz Xavier entra al dormitorio, abre la puerta del baño, o de aquello a que pueda equivaler trasponer ese umbral, cierra los ojos unos momentos y esperando un panorama incierto los abre despacio: su sorpresa es más grande porque se encuentra justamente en el punto que no esperaba: el baño. Enciende la luz: sí, es el baño.
-Ya no está -dice Xavier regresando a la barra. Ya no pude pasar.
-Oh... No sé... ¡Ya sé!: es el reloj.
-¿El reloj? ¿Qué tiene...
-Nada, pero déjalo, a ver qué pasa.
Xavier se quita el reloj y lo deja sobre la barra.

Cuando abre otra vez la puerta del baño percibe en bajo volumen un amplio rumor, un olor penetrante pero aún vago, voces de mujer que hablan cercanas pero ininteligibles. No pestañea, no traga saliva, acaso tampoco respira y todo esto no sucede ni en cinco segundos mientras sus ojos, o frente a sus ojos, el mundo se nubla hasta que sus pies vuelven a tener conciencia del suelo y todos sus sentidos se afinan: vocerío, un nudo de gente ahí junto a él, un niño llora, sentada en un banquito una señora vende tamales, a un lado hay una hilera de puestos de flores. Alguien choca levemente con él. Entrecierra los ojos al mirar hacia arriba aun cuando no es la luz del exterior la que baja desde donde el sonido se multiplica y también baja: baja desde los altos paraguas de concreto que cubren al mercado Libertad. Xavier se olvida de Yolanda y sonríe sin poderlo evitar porque ahora ese lugar ya conocido es, al mismo tiempo, sorprendente y nuevo, y esto es como si recobrara por unos momentos una forma primordial de sentir al mundo, semejante al placer, el cual acaso es una fuerza que nos integra un poco con una cualidad común y fundamental del universo. Por eso tal vez cuando cada vez menos cosas nos asombran nos vamos cerrando paulatinamente y nos hacemos refractarios. Nos volvemos duros, pero no fuertes.

"¿Y si se salió?", piensa Xavier mirando al exterior en donde adivina el tráfico de la Calzada. Ve a la tamalera: "¿La habrá visto?" La tamalera no parece ver nada de lo que pasa a su alrededor.
-Estoy buscando a alguien que entró por aquí -le dice a una vendedora de flores-, pero no lo veo, no la veo, es una mujer y no sé si entró o se salió.
-¿Cómo es?
-Pues así, delgada, un poco más baja que yo, trae un suéter negro con rayas grises y una falda blanca -con el canto de la mano traza una raya arriba de sus rodillas- y es güera, bueno, no mucho.
-No. No la vi -dice la vendedora de flores.
-¿Qué es? -pregunta una señora del mismo puesto.
-Nada, que busca a una muchacha, que entró por aquí, ahorita.
-Huy no, aquí todo el tiempo pasa gente. ¿Cómo era? -pregunta viendo a Xavier por encima de sus bifocales.
-Eeeehh... de mi estatura, delgada, medio güerita.
-Huy no, señor... Aquí todo el tiempo entra gente, pero seguro anda por ahí adentro.
El mercado vibra, bivra, vivra, bibra, como un ferrocarril cuyo ruido se evaporara para llover luego desde todas partes. Un tipo recoge unas cajas de cartón a su lado. Xavier clava el pensamiento en la olla de los tamales. Alza un poco los ojos y encuentra los de la tamalera.
-¿Usted busca a una señorita? -dice la tamalera casi inaudible.
Xavier no lo cree:
-Sí, ¿usted la vio?
Hablando hacia el frente sin ver a Xavier:
-Bueno, yo vi a una señorita así, como asustada, como si anduviera perdida -voltea a verlo abriendo un poco más los ojos y estirando lentamente los dedos.
-Güerita, delgada, con un suéter...
-Sí, como le dijo a la muchacha de las flores, así -hace una pausa-. Yo la vi asustada, como que no sabía.
-¿Y se salió? -pregunta Xavier dando eso por hecho.
-¿Quién? -dice la viejita de los tamales sorprendida de pronto.
-¿Quién? Ella, la muchacha.
-Sí sí, ella -dice la viejita y Xavier siente que su lado derecho ya corre hacia la salida-, no: no se salió, caminó para adentro, se fue para allá.
-¿Para dónde? ¿No se salió?
-No, para allá -señala la señora con un dedo índice lleno de gorduras y pliegues.
Xavier voltea hacia el pasillo que tiene enfrente anticipando verla en cualquier momento. Se incorpora, porque había estado agachado, y se va. Dos pasos adelante se detiene: gracias señora, le dice a la tamalera.

Huy Ramón yo ya no quiero, alcanza a oír de pasada cuando se va en la dirección indicada. Un rostro de chino lo mira desde el centro de un billete en exhibición. Un espejo oiga, dice un hombre gordo y bajito cargando un espejo grande que refleja todo lo que halla a su paso. Sube a unas escaleras para ver desde arriba esa parte del mercado en donde hay puestos llenos de cosas, cajetas, dulces, adornos de plástico, posters, una anciana que dormita en un banco. Con ojos ávidos imagina que la ve pero no la ve, voltea hacia atrás: allá abajo una mujer flaca reparte cuadritos de papel de baño desde una mesa a la entrada de los baños. Sube a los comederos del mercado: da un vistazo en redondo buscando a través de focos resplandores, botellas verdes negras, olores grasos y el vaivén de la gente. No está. El piso de los comederos es como un puente entre dos patios. Una voz de mujer vocea intermitentemente un menú de caldo de res, hay frijoles, pásele. ¡Cállate loco! Grita otra voz de mujer callando a una voz de idiota que canta algo parecido a una letanía. Xavier se acerca al pretil que se abre hacia el otro patio, techado y más vasto que el anterior. Abajo, mosaico de frutas, bolsas multicolores, piñatas. En el descanso de unas escaleras una anciana pordiosera estira su mano petrificada y mantiene un rostro apacible que no parece imaginar que la vida pudiera ser para ella distinta, con la gente que baja y sube escalones dejando a veces monedas en sus manos, monedas llorosas que suavizan la vida incomible, monedas para el seno de dioses pordioseros en posición orante y triste, oracular casi. Le viene a la memoria el gran patio descubierto que se encuentra en el centro del mercado. La intuición, o algo como la intuición, lo impulsa a ir allá. Si no la encuentra, como piensa, de cualquier modo saldrá al patio, aunque al hacerlo, en realidad llegará a cualquier sitio, excepto, a ese mismísimo patio.
























Puesto que en el Café Xavier definió para Yolanda su encuentro en términos de geometría analítica, puede decirse entonces que cuando ella abrió la puerta del baño mientras él entrecerraba la del dormitorio, fijaba así, él, digamos que su propia posición, o sea el valor de equis sobre el eje de las abscisas en el plano coordenado. Al mismo tiempo ye, Yolanda, al entrar al baño interrumpía su curso previsto en el eje de las ordenadas para tomar de súbito otra serie de valores arbitrarios y completamente inesperados a causa de un curioso fenómeno, no desconocido por Xavier, pero tampoco previsto en absoluto, por esta vez al menos.

A partir del primer punto de encuentro entre ambos se generó, digamos, una serie de valores positivos para cada variable, correspondientes y simétricos entre ellos, que los llevó a un determinado punto: el departamento de Xavier. Los resultados eran previsibles: llegar a otro punto considerado final y ya estimado de antemano: el orgasmo. La recta quedaría definida así, por lo pronto, en sus dos puntos extremos. En ese momento podríamos plantear la ecuación respectiva de la recta, obtener por ejemplo su pendiente m, que define dirección y sentido, y a partir de m si se quisiera, sería posible calcular el ángulo con respecto a la horizontal u otras tentativas que tal vez plantearan un posible desarrollo del problema, pero ahora equis y ye no concordaban, o al menos en la secuencia de valores correspondientes a una determinada recta L con una dirección definida, habían dejado de hacerlo.

A pesar de su afición por las matemáticas Xavier no vio la nueva dimensión que alteraba las premisas del problema dentro de un simulado planteamiento geométrico-analítico. No se trataba de la tercera dimensión, puesto que el espacio no fue contemplado para la aplicación teórica de este caso, sino del tiempo. Si Yolanda se encontraba en un plano paralelo de tiempo, entonces, aunque realmente estuviera en el mercado, nunca la encontraría, pero si estaba en el mismo plano y el aspecto temporal sólo había contado como factor de desencuentro al provocar que ella se desplazara primero, entonces, siempre y cuando no hubiera traspasado aún alguna puerta que la llevara a otro sitio, tal vez en otro punto del tiempo, entonces podría haber una más o menos mínima posibilidad de encontrarla.

Lo cierto es que cuando Xavier cierra la puerta del dormitorio ella entra al baño y escucha un vasto rumor, aunque en bajo volumen. Piensa en la televisión encendida de un vecino y orienta su mano en al aire en busca del apagador porque, aparte de que el baño está oscuro, el ruido y la sensación de un espacio muy grande la hacen sentirse mareada, a punto de desmayarse o ya desmayada, no sabe, porque ella jura que su mano, que no encuentra nada sólido, ya debería haber encendido la luz. Da unos pasos atrás buscando la puerta pero en ese momento se hace la luz, entrecierra los ojos cubriéndose con el bolso, camina otro poco hacia atrás y choca con una cajas de cartón vacías que se caen por el suelo; pestañea azorada, se toca la frente, se ahoga, traga piedras o plomo cuando pasa saliva, no cree lo que ve, no entiende, se queda pasmada, imposible pensar algo sensato, se cuelga la bolsa al hombro en un movimiento mecánico y se mira las manos como buscando algo que ya no recuerda qué es. Ve el suelo, pero no ve nada. Ni sus zapatos que ahí están. Se lleva la mano a la cara, voltea a los lados: reconoce perfectamente el lugar pero ¿y qué? Tamales, oye por fin atrapando una palabra del paraguas de ruido que la cubre, ve a la tamalera, piedra blanda que apenas se mueve, voltea hacia atrás y ve un pasillo que desemboca en la calle. Imagina la posibilidad de un golpe de amnesia al entrar al baño y de ahí hasta ahora. Sin fijarse camina hacia el interior del mercado. Tiene que hablar a su casa pero antes calmarse porque si habla así va a llorar sin control y no quiere. La desesperación que siente no vale un centavo y lo único que quisiera es sacársela de adentro. Si esto estuviera proyectándose en una pantalla de cine sería otra cosa, porque tendría una intensificación que transformaría los hechos en drama, pero en la vida diaria los desastres son como piedras al agua y los espectadores, que ahí no somos sino testigos viendo hechos en crudo que vienen o van, nos vamos al agua con una piedra metida en el estómago, pero en el escenario, en la escritura, en el arte, en la sustancia que transcurre en pantalla, podemos pensar la vida dos veces.

Yolanda se imagina encerrándose en un baño público a llorar pero sin eso de todos modos ya llora. Busca un pañuelo en su bolso, encuentra los lentes oscuros, se los pone, luego encuentra la bolsita de kleenex y la saca. Entre lentes y llanto no ve casi nada así que regresa a su bolso los estúpidos lentes, toma el cuadrito azul de los kleenex, seca sus ojos y se suena pensando, para los demás, que lo único que tiene es una gripa fatal. Sube una escalera y sale a los comederos que comienzan a un lado, pero no les presta mayor atención. Más adelante, ya sin llorar, se detiene en un pasillo de puestos de huaraches, en uno de los cuales un viejo alto y huesudo trabaja de pie y encorvado sobre una máquina cosedora, que en ese momento deja de operar para cortar cuero con un cuchillo curvo, devanándolo como si fuera la cáscara de una naranja. El viejo alza la vista un momento y ve hacia ella sin verla: seguramente encuentra alguna insignificante visión a través de ella quien, quizá sin saberlo, es además transparente. Se acerca al señor y le dice: ¿perdone señor, puedo sentarme un momento en su banco? El viejo voltea sólo un momento, aunque no hacia ella, sino como si en realidad volteara para recoger una idea que se le iba del pensamiento y luego vuelve a hundirse en su trabajo. Yolanda desiste y mejor se va a buscar una caseta telefónica hacia el patio central del mercado porque cree recordar que ahí hay varias, pero junto al último puesto, antes de salir al patio, se da cuenta de que no hay tales casetas y entonces se dirige a la dependiente:
-Perdona... -dice temiéndose transparente.
-Sí, ¿qué te damos?
-No, ¿sabes qué ...? Más bien quería pedirte un favor... ¿Me puedo sentar tantito en tu banco?
-Sí, claro. Siéntate.
Es que me siento un poco mal, iba a agregar, pero ya está sentada y la dependiente la deja ahí. Se sienta entonces, acomoda su bolsa en las piernas, se arregla un poco el pelo con las manos, saca su último kleenex y con el rostro inclinado, un poco volteada hacia el rincón del local, se limpia los rastros de llanto y es éste el momento en que Xavier, buscándola por el mercado, llega a este mismo patio pero del otro lado, mientras ella se sienta unos momentos. La dependiente se acerca a una señora sentada en el extremo del puesto, ya prácticamente en el patio, y se agacha hacia ella. La señora voltea a ver a Yolanda y se levanta.
-Buenas tardes -le dice con una sonrisa suave-. ¿Te sientes mal?
-No: sólo un poco mareada... perdone, me senté tantito y...
-Sí sí, no importa, estás bien, ¿no quieres que busquemos un doctor?
Yolanda se azora un poco.
-No no, estoy bien, es sólo que estaba un poco mareada, o más bien cansada, pero ya, gracias...
-Estás pálida.
-¿Si?
-¿No quieres tomar algo?
-No, no se preocupe, de veras, yo...
-Bueno está bien, si necesitas algo me dices, ¿eh?
-¿Hay teléfono aquí?
-Afuera del mercado sí.
-¿En el patio no hay?
-No m' ija, afuera -dice la señora alejándose hacia el extremo del puesto y sonriéndole.
Cuando Xavier llega a la otra salida hacia el patio alguien junto a él pasa y sale, está en su mundo habitual y sale con toda certeza a ese patio por el cual de hecho ahora ya camina y a Yolanda, de repente, se le va el corazón a la garganta: ve a Xavier o cree ver a Xavier y se levanta. Sin fijarse deja el bolso en el banco y se acerca a la salida, lo pierde de vista, lo vuelve a ver y sin detenerse a pensar por qué está ahí alza ambos brazos, casi saltando. Xavier la ve, desde el otro lado del patio, y responde con las manos abiertas indicando que alto, como si dirigiera las maniobras de un trailer y luego hace un ademán circular con la mano: voy a dar vuelta, dice en voz baja: no te muevas, repite el ademán de alto, pero ella se impacienta mientras la señora del puesto la observa y entonces se echa a correr hacia el patio. ¡No!, grita Xavier. La señora del puesto ve a Yolanda cuando sale corriendo y quizá luego seguirá imaginando que la ve avanzar hasta el árbol, o hasta más allá del árbol en donde posiblemente la haya perdido de vista entre la gente, o tal vez se borró a sus ojos casi inmediatamente después de entrar al patio, como si al tener contacto con la luz intensa del sol se hubiera hecho instantáneamente de luz, y aún en este último caso no se asombró, porque a fin de cuentas, era un pura ilusión, como tantas, que parecen reales, sabemos reales y que, sin embargo, en un tris de este tamaño pasan, se van y ya no están más. Están en otra parte, si es que están, son otra cosa que se mueve en un lugar o en un tiempo distintos. Como una fotografía: la fotografía no es el lugar: es una muda, sorda, inodora, intangible, incompleta ilusión del lugar.
¡Qué idiota!, dice Xavier entre dientes y se echa a correr en sentido contrario, hacia el interior del mercado para dar la vuelta de herradura completa y llegar a la otra salida: comederos, ventanas al patio, guitarras, grabadoras, cestos, canastos, sigue y persigue, focos, vitrinas, medallas, aretes, cadenas, más vitrinas y ahí: ve sobre el banco el bolso de ella, segurísimo, sí, y no duda un instante, se quiebra como si recogiera al vuelo un balón de futbol americano antes de que éste toque la cancha tras una intercepción, se lleva el bolso, y como un ala profundo se quiebra otra vez, librando el acoso involuntario de un gordo. ¡Oiga!, le grita la dependiente, la señora voltea hacia el grito pero no hacia él, que con el impulso de la carrera da un salto, con ambos pies, sin apoyar los talones y resorteando luego para dar un salto más largo. La dependiente lo ve salir y después deja de verlo, pero bueno, qué importa, de hecho ya lo olvidó.
















Sergio camina al centro de una calle. La techumbre de los árboles se curva y forma un túnel que se pierde hacia el fondo. Vista así, desde el centro de una calle arbolada, manchado el asfalto de luz amarilla y grandes sombras, el aire casi frío, vista así, la noche parece un tranquilo animal que no duerme, un largo animal tendido en el suelo; un suave gato que vigilante crece y respira. Con la noche definimos otra vez a las cosas, es decir, si nos detenemos un momento y vemos las cosas: yo soy éste, detenido en la noche mirándome pasar por mi centro.

Aunque Sergio camina sin sueño tiene el deseo de llegar a su casa y meterse en la cama. Estuvo con una supuesta amiga, pero en realidad a él no le interesa y tampoco le gusta. Igual haría el amor con ella. Él sabe que siempre es posible convencer a ésa o a otra mujer para ser amada, aunque sea con amores de un rato, que es tal vez la mejor manera de amar; o si no, es la manera más sana de amar. En todo caso el amor siempre se nos va de entre las manos. La única forma de amor que se detiene indefinidamente en nosotros es el amor que no puede tocarse, o el que tocamos tan momentáneamente que nunca nos pertenece. A menudo creemos, o alguien nos ha hecho creer, que el amor es algo así como la felicidad misma: quién sabe, pero a fin de cuentas, aquí abajo en el mundo, acabamos conformándonos con tolerarnos. Es más: si nos fijáramos bien encontraríamos rápidamente la clave en la televisión: la gente feliz es la que compra y tiene todas las cosas que hay que tener.

Sergio camina al centro de la calle escuchando rumores y perros mientras va hacia su casa extrañando esa sensación inexplicable que es amar a una mujer, llevándola como parte suya a todos lados, siempre con algo de agonía y maravilla, de manera que ahora cuando se encuentra solo a menudo siente que si no hay una mujer en su vida es un poco como un ser incompleto pero, ¿cómo saber cuándo se está en realidad más completo? De cualquier modo pareciera que conforme uno sale de los arduos asuntos de amor, se está cada vez más completo que antes.

Ver un colibrí es señal de buena suerte en el amor, le dijo un día Sibila Zambrano que tenía dientes poco perfectos de niña y una mirada contenta con todo. Besarla era como caminar sobre la cuerda del equilibrista pero puesta a lo largo del suelo: puros equilibrios ficticios. Así era y ambos fingían más pasión de la que en realidad se quemaba. De todos modos había una afinidad misteriosa que de algún modo sutil los unía. Ella besaba concienzudamente, con la aplicación de la principiante que no era. Así besaba, quién sabe con cuánto deleite para sí misma, mientras él saboreaba sus labios delgados. ¿Quieres hacer el amor? No: soy muy pasional, me da miedo. Bueno, no importa, pensaba él riéndose. De pronto ella llegaba y se iba, siempre un ratito y ya tengo que irme. Está bien. De verdad no importaba, pero igual luego soñaba con ella y la sentía cercana de una manera pacífica, sin la desesperación de amores más verdaderos y urgentes. Así estaba mejor, porque cuando en verdad ella se encontraba con él todo se volvía, en cierta manera, un poco inestable, como si la cuota de un beso estorbara o como si fuera demasiado evidente que sólo eran amigos. En realidad eso fueron, amigos que jugaban un raro juego de amor esquivado.

Hablaban del amor. Cuando había tiempo hablaban larga, inútilmente del amor. Ella decía algo y él decía lo contrario. Sibila se afanaba en ponerle nombre a las cosas que creía ver y entonces echaba los naipes de lo que, con fe y devoción, pensaba que era el amor, pero estaba lejos, como tal vez todos estamos, y en realidad no veía nada, aunque creía en todo lo que decía; sus ojos brillaban de entusiasmo y en esos momentos parecía que estaba diciendo una verdad que volaba por encima del mundo, pero eso, no servía para nada. Después de un tiempo olvidaron los besos y luego se fueron olvidando también el uno del otro, aunque ella dijera que no, apagándose como algo que en realidad nunca encendió. Lo que siempre quedó, por cierto, fueron los colibrís, con su sospechosa suerte de amor.
Sergio pasa la reja y baja a su casa. Cuestión de no hacer mucho ruido. Huele a polvo y huele a humedad. Las ventanas sin vidrios dan a un patio interior de muros altos. Por fortuna la casa está libre de agua, a menos que uno se acerque a las ventanas durante las lluvias torrenciales, un poco prehistóricas, que a veces acosan a la ciudad, como si un mar tormentoso entrara por asalto y entonces parece que la casa va a zozobrar, pero no, y después la noche se queda como una cosa colmada, más transparente y frágil que antes. Al día siguiente uno puede encontrar ramas y árboles derrumbados, algunos colgando peligrosamente de las redes de los cables eléctricos hasta después del mediodía, y todo parece un poco misterioso y distinto, como si no hubiera sido meramente una tromba lo que pasó, sino una especie de dios desatado que buscaba un no sé qué que no estaba ahí.

A veces despierta en la noche con el hambre que dan las mujeres y no hay nadie y la cama vacía parece más grande, pero el costo de una mujer junto a él para todas las noches se paga. La ausencia también, pero con la ausencia igual uno puede siempre soñar. Con la presencia de una mujer agobiante ya no se puede soñar. Debe haber un término medio, no: más bien debe haber un término óptimo, debe haberlo sin duda, pero además estas cuestiones no son para todos lo mismo. Una vez alguien le gritó que estaba harta de sentirse sola como un perro, de ir a todos lados sola como un pinche perro y tal parecía que él tenía la culpa de eso, pero ahora él está solo, ha estado solo, pero no como un perro, un inconcebible perro solo y sarnoso, tiritando bajo la lluvia helada, empapado hasta los huesos, hambriento y sin un mal pellejo en la panza, pateado por los transeúntes, infestado de parásitos y realmente solo y vacío, trotando como el hueso mismo de la peor soledad contristada, derrengado perro miserable de todas las miserias del mundo. No: así no. La verdadera soledad es algo que sucede más adentro que afuera, así que ¿quién puede gritarle amarguras a alguien por su propia soledad? ¿Quién debe billetes de soledad o de amor a quién en el mundo? Es una ilusión. Nos engañamos culpando a los otros.

Hay una tarde rayada de sol a través de las persianas, o no es nada más una tarde sino muchas tardes que en el recuerdo se juntan en una: copas de árboles y hojas que derivan en el oro del sol. Más allá de la ventana no era posible ver nada que no fueran esas puntas de árboles ahogadas en la niebla del sol de la tarde que se colaba en franjas por la persiana. Sentado en la cama de sus padres, recargado contra la cabecera de madera clara, sabiendo que existía la cálida duela del piso, el inmenso ropero lleno de todo, su cama de niño, el tocador con su espejo de luna, la máquina de coser y más cosas que juntas eran como los elementos asombrosos y cotidianos de un templo, sentado así y viendo esa tarde sin tiempo con el sol y las rayas de sombra que subían por la cama y lo envolvían, Sergio sentía al mundo en forma natural por completo, sin futuro o pasado precisos, sin la sombra, en ese momento, de una aprensión y entonces uno, ese niño, él cuando fue y sigue siendo ese niño en esa ilusión del recuerdo en la tarde de oro y de sol, sentía, más que saberlo, sentía que el mundo y sus cosas estaban en su justo y perfecto lugar y eso era semejante al placer, un placer de estanque benigno, vasto y cierto, en donde la gente y las cosas que para él existían podían estar o no estar ahí junto porque de todos modos estaban: la risa de su padre con los dos dientes oscuros de oro desde donde a veces parecía que bajaba un cálido y suave poder, los ademanes marcados por una cualidad que los hacía casi sonoros, las palabras que reverberan con un sentido impreciso, el vestido blanco de oscuros o rojos lunares de su madre, muy joven, pelo negro, ojos brillantes. Qué extraño mundo si ahora se piensa, pero cierto gota por gota.

En el tráfago de las cosas diarias Sergio se había inventado un Yo paralelo. Durante mucho tiempo ese Yo lo mantuvo vivo por dentro y le permitió negociar con esa vida que si de pronto se mira bien, puede parecer realmente absurda, y en la cual de alguna manera, ducha a las seis de la mañana con el cielo de la ciudad aún morado, uno se va sumergiendo en una equívoca competencia que inevitablemente absorbe y desgasta al que cierra los ojos dejándose ir y él a las seis de la mañana ya estaba cooperando para preparar un desayuno instantáneo, mientras una mujer se ajetreaba allá adentro entre enredos de maquillaje y planchado de última hora para nada, para nada que en realidad valiera demasiado la pena.

Aceptando transitoriamente un estado de cosas y buscando otras, se iba por la noche después de las horas extras en el trabajo para abordar las calles vacías en donde ciertos lugares precisos, preciosos a veces también, tenían siempre algo para quien buscara cosas un poco de otro mundo y de éste. Entraba solo al cabaret, pasando casi inadvertido, y se encontraba con que un striptease estaba entre las mejores cosas que pudo haber visto en días como aquéllos: mujer desconocida se desnuda, se desmantela y algo conmovedor sucede en ese acto a veces frío y distante, ejecutado con demasiada maña como para que realmente sea un rito sexual, pero de todas formas está el cuerpo y está el distante y cercano tótem del sexo. Lo mismo en la calle en donde siempre había alguien dispuesta a llenar un pedazo de noche para irse, ojos cerrados al amor, a hacer el amor, a hacer del amor un objeto de uso, que también lo es, y entonces uno podía encontrarse con un insatisfecho simulacro de amor, pero de cualquier modo, ¿cuándo está satisfecho el amor, cuántas veces es más simulado que otras? Estaba esa noche con la rubia del burdel. Dime cosas bonitas, le dijo ella en la cama, divertida como una muchacha, los labios carmín los dientes de nácar. El pensó, ¿qué le digo?, pero se le nublaron las frases y entonces le dijo con tono de amante rendido, le dijo, una tras otra, palabras así: flores, manzanas, palomas, estrellas, paisajes, la luna, el dinero...No, dijo ella. Los gatos, mujeres -los hombres dijo ella sonriendo-, pasteles, pavorreales, bandadas de loros, aves del paraíso, cielos de grullas, faisanes rosados, arcoiris de pájaros lloviendo y llenando las noches de luz.

El amor momentáneo no quema, sin embargo en esta especie de amor uno puede encontrarse de pronto con ojos de fiera que ama: ¿desde dónde me llamas?: no sé: mi reino no es de este mundo. Es suficiente. Las mujeres no entienden igual la fascinación del amor momentáneo, demasiado breve si se mide con el reloj más vasto de lo que para ellas parece ser el amor: una materia más verdadera y permanente de lo que un hombre, ciego, puede alcanzar a ver.
Sergio quería ver una verdad más desnuda e inalcanzable que la de una mujer desnudándose en público y deambulaba en las noches, solo y sin saber si encontraría algo mientras se llenaba con esa sensación un poco salvaje y pagana de algunos striptease con mujeres que después de largos paseos, abiertísimas piernas rodando en el escenario, terrible visión de la rosa encarnada, llamaban a alguien del público, dedo de fuego hacia la cara de un leproso sediento que espera el milagro y se acerca al borde en donde lo aguarda entre los muslos la rosa y se atreve a boquearla. Había otra mujer que a mitad del strip llamaba con una flor entre los dientes para que alguien le quitara a besos los pétalos de la boca y luego a otro y a otro, pero después no era una mujer, era un travesti que se extendía, más alto que antes, sin peluca y sin busto, y con ojos enormes y fijos. La realidad a ratos también es un travesti y sería bueno saberlo a tiempo.































Techo de humo de un cigarro tras otro que alientos y papel quemado, niebla de lentísimos remolinos de nubes de gasa mientras hermosos ojos se desvelan tras los hilos, las volutas voluptuosas del humo de incendio de las miradas. Bésame, le dice una mujer a su acompañante de hoy.

Un mesero atiende a unos tipos que quieren más bebida y Yolanda aparece aquí, cerca de esta mesa, llegando todavía con algo del aire blanco del patio del mercado y se queda inmóvil y azorada, completamente incierta y fuera de lugar o de momento. Ve al mesero y a los de la mesa, que también la ven, pero ella se da la vuelta para regresar al baño aunque no, siempre no, y mejor se queda mirando hacia el suelo, como si ahí estuviera escrita de manera borrosa una respuesta cualquiera, se aprieta la cabeza con las manos un momento, ciega pero viendo al mismo tiempo luz y mesas y gente pero no, no ve nada. ¿Se le ofrece algo señorita?, le pregunta un mesero. No, le dice, ya me voy y se va mientras el show está a punto de empezar en medio de una agitación de estroboscopio. De cualquier modo Yolanda se ve atraída por el espejo de la barra que está al otro lado de ese asoleadero de aves marinas metidas en una noche de reflectores de colores. En la pista, que está iluminada desde el suelo, aparece una mujer altísima entre aplausos, escándalo de luces y música. Tiene una sonrisa enorme y extasiada, viste de largo, deslumbrante, cabellera rubia, largos pasos, contoneo y buenas noches buenas noches, dice besando casi el micrófono, ¿cómo están todos?, pregunta recorriendo lentamente el borde del escenario y viendo a la concurrencia con ojos de caricia y avidez, los párpados brillantes, ¿bien?, ¿todos realmente bien? ¡Qué bueno!, porque esta noche, como todas las noches, y Yolanda se detiene un poco extraviada con el inicio de "¡El mejor show travesti de América en la tina!", dice la animadora, sin que esto le interese a Yolanda, apurada por encontrar un teléfono en la barra en donde lo primero que ve al llegar es su cara de desesperación en el espejo. En la pista un travesti inventa en su cuerpo la fantasía de una mujer. En este momento llega Xavier, agitado por la carrera, detenido en una pose rara, como si acabara de tocar el suelo después de un salto y con la bolsa de Yolanda en una mano. Un mesero lo ve y Yolanda se aprieta el oído contrario al auricular con la palma de la mano, pero el aparato sigue llamando sin respuesta hasta que hace crack y, ¿bueno?, pero no, no han contestado, patea el suelo, cuelga y vuelve a marcar, ahora otro número... ocupado, otro, no se oye nada, con sus papás otra vez: no, nada. Mientras tanto Xavier avanza entre las mesas buscándola, la gente aplaudiéndole al travesti que está fascinado, sintiéndose más bello que todas las espectadoras y Yolanda no puede creer que el teléfono crack, nada, lo cuelga y es en este momento cuando Xavier la descubre y corre como puede entre sillas, piernas, ¿me permite?, Yolanda se larga, el travesti, todo emoción, sube al cielo del micrófono, los meseros trabajan horas de horno y Yolanda ya está de salida, anticipando que incluso puede aparecer quién sabe dónde, Xavier choca con una mesa volcando las bebidas pero no piensa detenerse ni cuando se le interpone un mesero al que le enseña la bolsa: no, le dice, necesito alcanzarla, ¡hey!, grita llamándola, ¡ah cabrón!, le dicen desde una mesa y luego grita ¡Yolanda!, vuelve a gritar pero ella no lo oye por la música y porque en ese momento ya se le empiezan a borrar los ruidos y las formas de ese lugar, pero de pronto su nombre se deja oír en todo el bar porque la animadora lo repite en el micrófono con voz de hombre para que el loco ése deje de una vez de gritar. Yolanda, ya al otro lado de la puerta, se detiene como conmovida por un golpe eléctrico al oír su nombre y voltea pero ya no ve nada. Oye ruido de autobuses que atraviesan carreteras. Se lleva las manos a la cara mientras una sensación de ingravidez la agobia como un presentimiento a punto de cumplirse. Abre los ojos con cautela de amnésica: no sabe en dónde está pero es otra vez de día. Con la esperanza de que un esfuerzo de concentración la llevaría al lugar que ella deseara, pensó en su casa con todas sus fuerzas, pero no, ahí en donde estaba el bar, ahora sólo ve el vano de lo que tal vez fue un portón del cual nada más quedan las jambas astilladas y podridas a punto de caerse por completo. Está junto a las ruinas de un caserón abierto al cielo, los muros interiores a medias derrumbados, aún con restos de pintura, mapa descascarado de una capa sobre otra, chorros de moho negro, grandes agujeros por donde asoma el color terrestre del adobe y agua, las ruinas están por todos lados inundadas por el agua. Los matorrales se vacían por los huecos donde estuvieron las ventanas. Cae una ceniza de llovizna que la apacigua. "Me rindo", piensa negando con la cabeza al mismo tiempo que siente ganas de orinar y se acuerda entonces del baño en donde de repente se perdió. Rodeando los charcos y el lodo se acerca a un resto de muro junto al cual hay un arbusto grande y tantea el lugar para ver si no hay bichos sospechosos o porquerías. En la pared un hoyo deja ver el interior de estanque de la casa. Necesita unos kleenex y es ahora cuando se da cuenta de que ha perdido su bolsa. Se sube la falda, se encuclilla y con las pantaletas en los muslos, se acomoda de espaldas hacia el hoyo en la pared pero se va hacia atrás, sosteniéndose apenas, así que mejor se saca las pantaletas por completo y ahora sí, bautiza ese rincón innominado de la Tierra. En ese momento oye un chapoteo en el agua de la casa y de un salto se pone de pie pero no ve a nadie, algo se mueve otra vez, sólo que no es un hombre, como pensó, sino un perro de color de adobe que alza la cabeza para verla un momento. Yolanda se pone la pantaleta de nuevo y regresa al portón de la casa. Se asoma: ve al perro que camina en el agua como si buscara algo desinteresadamente, indiferente a la llovizna, apenas atento a ella -la voltea a ver un momento con apacibles ojos amarillos-, sigue como tratando de olfatear algo bajo el agua que casi le llega hasta la panza. Yolanda toca una de las jambas quebradizas del portón y trata de ver lo que el perro olfatea. Ve cosas detenidas bajo el agua: un reloj despertador, oxidado y vacío ya de carátula, algo parecido a un cajón volcado del que alguna vez se dispersaron legajos de papeles, ahora casi disueltos, limo de recuerdos. Frascos raros, el naufragio de una estufa, cascos de refrescos, restos de duelas negras y licuefactas, y algo, algo en especial, más diferente del resto de las cosas de ese museo de pedazos de cosas abandonadas bajo el agua apenas perturbada por las patas sigilosas del perro que sigue buscando, pero no busca, sólo ve piedras, agua, hierbas de largos pelos acostados sobre el fondo. Ella ve una cosa que es más especial que las demás porque se parece a algo suyo muy preciso. Entra a la casa destechada para ver mejor, el perro voltea hacia ella pero ella ya no ve nada porque la vista se le nubla: acaba de atravesar el hueco del portón y entonces ya entró, o salió, hacia otro lado, desde donde sopla un ruido mucho más grande que el sonido minucioso de la llovizna, la cual se le borra por completo.

























Xavier se detiene unos momentos con el grito del micrófono pero igual ella ya salió, así que le da la vuelta al mesero que se le interpone para salir y alcanzar a Yolanda, quién sabe en dónde, pero lo detienen otros dos meseros: ¿nos acompaña un momento? Por favor, le dice el más malencarado, uno a cada lado tomándolo del brazo. No, ¿a dónde?, tengo que irme, allá va mi... así dice, sólo dice mi..., enseñando el bolso de Yolanda. No se preocupe le dice el mismo mesero, ahorita arreglamos todo, venga por favor. El gerente del lugar los espera atrás del escenario y les pregunta que en qué mesa estaba Xavier y si pagó ya la cuenta, además qué hacía en el baño de mujeres con esa bolsa. ¿La bolsa?, le dice Xavier, es de mi... esposa, tengo que alcanzarla afuera, pero no, el gerente insiste en la cuenta y en el ticket del cover. No: mire, que me acompañen afuera, mi esposa tiene el ticket, yo pago, está bien, pero el gerente no, no, espérate, a ver, un momento, no te quieras pasar de listo porque si hay problemas, allá afuera está una patrulla y a Xavier le parece bien, perfecto, una patrulla, O.K., lléveme con la patrulla. Lo único que necesita es salir de ahí para hacerse de humo. Si hay que pagar dos veces el cover, lo pago dos veces pero ya me voy, y si es con la patrulla, me da lo mismo, dice. ¿Ah si?, pregunta el gerente, y le dice que no le pague nada pero que se largue ya, ahorita, aquí está la puerta, le dice señalando una salida de emergencia; un mesero se adelanta a abrirla y obviamente eso arruina todo porque si no sale por la misma puerta que Yolanda entonces él va a dar a otro lado, así que se da la vuelta empujando de repente al otro mesero y corre, Xavier, recolectando mentadas a su paso hasta llegar a la barra, las damas se asustan, se le caen las bebidas a un mesero, atropella a una pareja ya casi de salida, alguien más, de seguro otro mesero, le tira un zarpazo sin alcanzarlo y todavía tiene tiempo, ya en el umbral, para voltearse y gritarles algo ameno y "toma", hace todavía, ya desde el exterior, a uno más que sale persiguiéndolo aunque luego, éste último, se detenga perplejo: de pronto algo falta frente a él y ya no sabe con certeza si venía tras de alguien o nada más sintió un impulso urgente de salir. Busca algo en las caras de la gente que pulula por ahí, pero nada en esas caras le dice qué es lo que busca. Los otros meseros, que venían tras él, naufragan también en el aire de la noche.

















Xavier salió de espaldas, mentando madres y demás; es por eso que cuando aparece del otro lado de la puerta queda de frente a la casa por cuyo portón de restos carcomidos también entró Yolanda para irse a otro lado. Xavier descubre al perro, el cual a su vez lo mira, indiferente al hecho de que una mujer entró y se fue por donde ahora un hombre sale y llega, luego sube, el perro, hacia el portón, se sacude el agua y se detiene mirando a Xavier que sin alzar la mano le truena los dedos. El perro hace un leve movimiento de atención con las orejas y mueve la cola. Xavier se acerca para darle masaje en la cabeza mientras mira en redondo buscando a Yolanda tras los árboles o en algunos promontorios de piedras en donde alguien podría pasar inadvertido; se agacha y ve los ojos amarillos y pacíficos del perro, casi humanos; luego se va hacia un flanco de la casa con el perro tras él; pasan junto al rincón donde Yolanda se instaló a orinar. El perro olisquea el aire en esa dirección. En la parte trasera de la casa Xavier se asoma por la abertura de una ventana. Desde ahí el resto de vigas de un techo de paja y tejas hace un poco oscura esa habitación pequeña que da hacia un patio con un árbol descortezado bajo el cual está lo que queda de un muro con una pileta que vierte agua lentamente. Xavier regresa al portón y aquí está, dice hablando en voz baja al encontrar unas huellas de lodo, ¿los zapatos Yolanda? Le da unas palmadas en el lomo al perro y atraviesa el umbral para irse, sintiendo de inmediato el ruido de un ferrocarril mientras el tiempo se le hace gelatina, pero ya: aquí está: como desde atrás de un vidrio no transparente por completo ve la sucesión lenta, lentísima, de un ferrocarril que pasa: el ruido, sin embargo, avanza más rápido que el movimiento, rechinando hierros; el vidrio se deshace y como si un click, el desplazamiento del ferrocarril se sincroniza con la velocidad más rápida de su propio ruido y ahora sí, ve las cosas bien: ve la noche, arbustos, postes, árboles, un auto que circula por una calle de este lado, avanzando en sentido contrario al tren que pasa inacabable y lamentoso. En el centro de esto ve a Yolanda, sola, parada al otro lado de la calle, unos pasos adentro del camellón de tierra hierbas y piedras por cuya parte más alta pasa el tren que ella observa abandonada, abrazándose a sí misma. El ferrocarril acaba de pasar por fin y ella voltea sin buscar algo en especial, ni en respuesta a algún presentimiento y entonces ve a Xavier: la luz de golpe se le enciende: alguien por adentro de ella le jala al fin al inodoro.



















S e G U N D A P a R T E























Recargada con los codos sobre el barandal de tubo del puente, con la cabeza entre las manos, Yolanda ve pasar los autos allá abajo. Ahora todo está de cabeza puesto que el mundo ya no es ese lugar en el que ella creció durmiendo tranquila. Lo único que sucede es que ahora somos más ilusión que reales, le había dicho Xavier tratando de explicarle, de otra manera, lo mismo que de hecho ella sabía porque ya le estaba sucediendo. Al fondo de la avenida se levantaba el monolito del hotel Fiesta Americana. Los cuadritos amarillos de las habitaciones iluminadas sugerían una tibia sensación de confort con todo previsto, a la medida de los huéspedes, los cuales sin duda, desde allá arriba, se engañaban con respecto a muchas cosas a causa del punto de vista, como puede sucederle a cualquiera, viendo plácidamente, un poco briagos tal vez, los puntos y rayas y signos de la pantalla de computadora de la ciudad, con la vaga idea de que todo será más pleno y mejor en otro lugar o en algún otro día que tal vez ya fue.

-No es cierto. No puedo creerlo -dice ella recargada en el barandal.
-Sí, es increíble, pero ni modo de no creerlo después de que ya te pasó, ¿o qué?
-Bueno y entonces si todo esto es cierto, ¿qué tenemos que hacer ahora? ¿Cuánto tiempo hay que esperar?
-No mucho: dos o tres horas.
-Dos horas -repite Yolanda quedándose con el lapso más corto. Xavier dice con la cabeza que sí y aprieta hacia adentro los labios-. Son las dos -dice Yolanda viendo el reloj-. ¿Pero en verdad son las dos? -pregunta sin saber a qué atenerse.
-Sí.
-¿Y en la casa inundada eran las dos?
-Sí, de la tarde.
Xavier ve hacia la fuente de la Minerva, un poco hacia acá del hotel, la cual se encuentra sin luz y sin la niebla de aspersión de agua que normalmente la envuelve y luego ve otra vez a Yolanda:
-¿Por qué no caminamos? -le dice- Mira qué luna. Mira qué noche -Yolanda ve la luna-. Mira qué ojos -sigue diciendo Xavier y la toca con un dedo abajo del ojo-. Mira qué mujer.
-Vamos pues a la Minerva -dice ella con un tono más aliviado. él se acerca y la toma por la cintura, acercando los labios a los labios de ella y se detiene así, sin besarla. Los dos se ríen, luego se marchan, atravesando la vía del ferrocarril.
-¿De qué día? -pregunta ella.
-¿Qué?
-¿Las dos de qué día?
-No sé.
-¿Antes o después? -pregunta ella con precaución.
-No sé: un poco antes o muy poco después.
Yolanda mastica preguntas y acepta, como puede, que ha viajado en el tiempo. "Bueno, supongamos que es cierto", piensa.
-¿Y siempre vamos a estar aquí o podemos aparecer en otro lugar?
-¿En otra ciudad? ¿En otro país?
-Mhm.
No sé. Nunca me ha pasado.
-Mmm -asume Yolanda cuidadosa como si se tragara las respuestas de un médico en la consulta. Luego, ya frente al Fiesta, se siente mejor porque las cosas son, después de todo, bastante normales y se ven tan reales como siempre lo han sido. Si todo es igual, o es casi igual, se dice a sí misma, entonces no es cierto, o casi no es cierto lo que me pasa. Esto es un sueño, decide, o es como un sueño y entonces se siente capaz de muchas más cosas que en la vida real, ¿pero a poco sólo en los sueños se puede ser más libre? La euforia del alcohol o la droga, su lucidez alucinada, esos momentos de visión que parecen penetrar más adentro y más arriba del sueño, ¿son más o son mucho menos que una ilusión y un espejismo? ¿Qué hay en esos vislumbres que no permanece, que no pertenece tal vez a los hombres? Lo que ve el arte en el mundo es la certidumbre de un más allá de lo que vemos en la vida vivida a diario. Mientras tanto los sueños que soñamos durante la vigilia, o dormidos, no se sostienen y la posible maravilla momentánea del alcohol y la droga deriva hacia un lugar que tantas veces, de pronto, puede volverse un pantano de sopor y acabóse. ¿Qué hay más allá de este animal cotidiano que somos y dentro del cual nos ahogamos en el agua encharcada de días más días con la luz apagada? ¿En dónde se hace real la salvación de los sueños? No podemos vivir sin los sueños, pero tampoco podemos vivir en los sueños. Somos ese animal que toda su vida sueña a ser dios y que a veces, muy pocas veces, encuentra su propia dimensión y medida; sin embargo sucede que estamos cada vez más sordos y ciegos en esta edad oscura de tantos y tan miserables engaños.

La noche de luna, fría y transparente, la visión del hotel con su gran ventanal empotrado entre los dos menhires de las torres de habitaciones, el juego de las luces, los autos de lujo, las jacarandas, terminan de transportarla al lugar preciso del plano de coordenadas en donde está ella completa. Un grupo de gente baja la escalinata de acceso del hotel. Ven, le dice Xavier.
-¿No podemos entrar? -le pregunta ella frente a las puertas de vidrio mojadas de luces.
-No -dice él tocando el vidrio-. Saldríamos a otro lugar.

Adentro ya no hay nadie, o casi nadie: los empleados ajetreados con las últimas labores antes del cierre, un grupo de gente que se dirige a otra de las puertas para abandonar el lugar: un tipo se adelanta y abre la puerta para dar paso a dos mujeres que lo acompañan: una alta, güera y lacia, buen cuerpo, la otra un poco más baja, flaca, lacia también pero castaña y muy blanca. Los tres se hayan bebidos, pero la flaca está de verdad borracha y da pasos inciertos sonriendo un poco estúpidamente aunque sin dejar de verse más o menos bonita. A simple vista parece más joven que los otros, pero hay algo en ella que le da una apariencia decadente y marchita. El hombre, buen tipo, viste impecable. Por algo que no es muy claro, tal vez la diferencia de edades, o algo en el trato, o en la clase, se hace notorio que el hombre y la güera son una pareja. La flaca, mientras tanto, se sostiene de la güera haciendo esfuerzos por mantener la vertical. Se detienen, ya afuera del hotel, y el tipo las toma a las dos por los hombros, de frente a ellas, y dice algo que mata de risa a la flaca que se dobla a un lado, luego al otro, amenaza con irse al suelo, pero al final se controla, el cabello chorreando en la cara y mirando con ojos perdidos al hombre que le pone la mano en la nuca y se le acerca para hundirle un beso en toda la boca. Al mismo tiempo la güera se permite redondearle los pechos y luego le desliza la mano en el vientre. Xavier abraza a Yolanda y ambos fingen demencia cuando el hombre baja las escaleras y los ve un instante sin prestarles la menor atención. La flaca los ve también, haciendo guiños y demás, pero de seguro para ella son indefinibles manchas de amibas. La güera le arregla el pelo y la flaca voltea a verla como si tratara de entender un letrero en un idioma que no conoce. Oye: me tengo que ir, le dice a la güera, ya me tengo que ir, alcanzan a escuchar Xavier y Yolanda. La otra no le contesta. El hombre llama la atención de la güera y ésta se separa de la flaca dejándola apoyada en una jardinera de piedra. Con la cabeza clavada en el pecho y haciendo esfuerzos de concentración, la flaca revuelve en su bolso, se ríe sola, saca una bola de cosas de donde rescata una cajetilla de cigarros; una agenda o una cartera se va al suelo; se pone el cigarrillo en los labios y aún no encuentra el encendedor o los cerillos cuando regresa la güera para llevársela abrazada.

Cuando Xavier recoge la cartera la pareja apenas está instalando a la flaca con enredos de risa y manoseos. El hombre se pone al volante y la güera deja ver sus muslos de maravilla por unos instantes antes de cerrar la portezuela del auto, negro y flamante.

-¿Qué tiene? -pregunta Yolanda refiriéndose a la agenda cuando ambos están ya en la banqueta junto a los teléfonos frente al hotel.
-Nada -Xavier alza los hombros-: unas fotos... sus datos... pero eso no importa. Mejor dime una cosa: ¿te gustó lo que viste?
Con la mirada turbada ella hace un ademán confuso.
-¿Sabes qué? -dice Xavier moviendo la cartera en la mano- Podemos hacer algo con esto. Con esta agenda, si nosotros pasamos por cualquier puerta con esta agenda en la mano, vamos a salir al lugar en donde ella esté.
-¿La muchacha? -Yolanda sonríe nerviosa e incrédula.
-Ajá -Xavier hace una pausa-. ¿Vamos?
-No es cierto.
-Claro que es cierto. Vamos -le dice-. No pasa nada, si algo está mal soltamos la cartera y nos vamos a otro lado atravesando cualquier puerta.
Yolanda lo mira, toma la agenda, ve una fotografía de la flaca y dice:
-Bueno, vamos. ¿Ya?
-No: hay que esperar un rato, porque si no vamos a aparecer en su coche, ¿no?
Yolanda se mete en una caseta telefónica.
-¿A dónde quieres hablar? -pregunta Xavier.
-¿Si hablo a mi casa?
-Te contestan.
-¿Y?
-Nada. A veces te oyen a veces no te oyen ni oyes, pero tú podrías estar en tu casa.
-Nunca estoy ahí, ¿pero qué pasaría si estuviera?
-Platicarías contigo. De veras, pero no es tan raro. Es como en el sueño: tú que duermes te encuentras contigo, te ves a ti misma, vas a otro tiempo, ves a gente que ya nunca, los muertos están vivos...
-Pero no estamos soñando.
-¿No?
-¿O si?
-No.
-Pero... esto es real -dice con aflicción de quien regresa del sueño pero el sueño no para.
-Sí, es real, pero es una ilusión. Los sueños existen pero son una ilusión, ¿no?
-¿Si?
-¿No?
-No sé... Esto es muy raro. No me lo puedo imaginar más que como si estuviera soñando.
-Bueno está bien, sí es una especie de sueño.
-¿Por fin?
-A lo mejor es las dos cosas al mismo tiempo, yo no sé, pero no te preocupes.
-Oye, si es cierto que estamos en otro tiempo, es...
-¿Ajá?
-... quiere decir que entonces todos los tiempos están sucediendo
ahorita mismo, pero en otros lugares -hace una pausa-. ¿Si me entiendes?
-Pues sí -dice Xavier sin darle importancia-, yo creo que sí, pero, ¿cómo sabes que estamos en el pasado o en el futuro?
-Porque tú me dijiste que esto no es el presente.
-Sí: puede ser.
-¿Entonces?
-No sé.
-¿No?
-No, pero de todos modos no importa mucho. En todo caso siempre vamos a llegar a un pasado que está cerca o a un futuro que está apenas un poquito adelante, pero, ¿quién sabe qué cosas son ciertas y qué cosas no?
-¿Y el tiempo?
-Eso es lo peor: las cosas cambian en el tiempo y nada es igual que ayer o que luego.
-¿Cuáles cosas?
-Todo. Tú eras una niña y ahora ya no, y mañana vas a ser como tu mamá, ¿y día por día cuál eres realmente tú?
-Todas, ¿no?
-Sí: ¿pero dónde están todas?
-Pues ahorita.
-¿Y cuándo es ahorita?
-Siempre es ahorita.
-Ah, mira... -Xavier se queda midiendo esa posible verdad.
-¿No? -Xavier se encoge de hombros y la ve parpadeando.
-Dame una moneda -dice Yolanda buscando al mismo tiempo en su bolso y guardando en éste, de paso, la agenda de la flaca-. Ya: aquí tengo.
La moneda entra en el aparato pero vuelve a salir sin detenerse.
-No sirve.
Cambia a otro y a otro y en todos pasa lo mismo.
-No sirve ninguno.
-Claro: porque la moneda que echaste es una ilusión y los teléfonos no captan ilusiones.
-Pero la moneda entra y sale del teléfono -vuelve a meter la moneda que atraviesa el interior del aparato con ruido-. ¿Ves? Hace ruido.
-Porque la moneda es real.
-Ahí está.
-Sí: pero esa moneda y nosotros y todo lo que traemos encima no son de este momento ni de este lugar: aquí somos más ilusión que reales.
-Pero mi moneda es real.
-Sí, porque hace ruido y la ves. Es real, pero no para este momento. Ahora es más ilusión.
-¿Una ilusión real?
-Sí: pero más ilusión que real.
-¿Pero existe no?
-Claro.
-Entonces la puedo usar.
-Con una persona sí, con una máquina no.
-Pero es una ilusión.
-Sí, pero real.
-Pero ilusión -los dos se ríen-. Así que una ilusión real -dice Yolanda después.
-Más o menos, pero olvídalo, si todo esto es cierto, o si es más o menos cierto da lo mismo, ¿de qué te preocupas?

Frente a las puertas de vidrio del hotel Yolanda anticipa la sensación de desmayo. Xavier por detrás de ella empuja con una mano la puerta y le pregunta si trae la agenda de la flaca, sí, en mi bolsa. Al mismo tiempo un fulano se dirige hacia esa misma puerta, tal vez para decirles que ya no hay servicio en el bar. Xavier le dice algo a Yolanda al oído. ¿Qué?, dice ella cuando ya están adentro. Xavier le repite al oído pero ella no oye ya más que un rumor incomprensible y se le apaga la luz. El fulano que iba hacia la puerta se detiene, parpadea, voltea al fondo en donde dos o tres compañeros de trabajo se ajetrean para poner orden e irse a dormir. No vieron nada. O parece que no vieron nada. Tiene el impulso de preguntarles pero de pronto ya no le parece importante saber si en efecto una pareja entró y se disolvió al hacerlo y de hecho, cuando llega a las puertas de vidrio ya piensa en una cosa distinta.

Yolanda abre los ojos cuando siente otra vez el suelo en los pies y el peso de su cuerpo. Tras ella Xavier lleva la mano hacia una puerta normal de madera que de hecho se encuentra cerrada, lo cual le hace sospechar que en realidad atravesaron la puerta, cosa que por supuesto no tiene la mayor importancia.

Se encuentran en una especie de vestíbulo, casi un pasillo, en donde hay un silloncito estampado con lánguidas flores pastel. Al final se aprecia parte de un cuarto alfombrado e iluminado tenuemente. Hay un raro perfume en ese lugar, fragante y salino a la vez. Un rumor acuático de respiraciones toma forma y llega hasta ellos. Xavier le pone los dedos en la boca a Yolanda y luego se asoma: de inmediato se repliega y se recarga en el muro, luego le hace un ademán a Yolanda para que ella se asome: se queda atónita y turbada pero no despega los ojos de ese trío de cuerpos desnudos confundidos: la flaca, ausente de sí misma, está abandonada como un lirio de largas hojas mecido por el hombre, semiarrodillado entre sus piernas abiertas, penetrándola rítmicamente, la cabeza vuelta al lugar en donde los sexos se funden. Xavier se asoma otra vez. La güera está montada en la esquina de la cama, una pierna de cada lado, puestos relucientes y negros los zapatos de tacón, echada sobre el vientre, agitada con movimientos de cópula, pelambre dorado, la boca hundida en la abandonada boca de plato lamible de la flaca, más blanca que antes, transparente casi, a punto de, ángel, transfigurarse, tal vez desmayada, pero no: a veces levanta un poquito el vientre o las manos, como extraviada entre el cielo y el cieno, rasguñando con abandono la piel de la colcha mientras la güera le deja ir los animales de suaves mordidas de sus manos por la cabellera revuelta, en el hueco de las axilas, del vientre a la flor de los pezones y el hombre alza la cara con los ojos cerrados acercándose al clímax, la güera se incorpora, pasa arrodillada con las piernas abiertas sobre el rostro de la otra, mete los dedos en donde los otros sexos se unen y besa desaforadamente al hombre que se vacía, se vacía, mientras la flaca abre dificultosamente los ojos y pone una mano sobre el sexo de la güera, que está casi en su cara, más para cubrirlo que para darle placer y en ese momento Yolanda da un paso hacia atrás, pero tropieza con Xavier y trastabillea. Tal vez por el ruido, aunque fue mínimo, o bien porque en ese momento abre los ojos y ellos están ahí, apenas reales, pero visibles, el hombre, en un acto reflejo, sorprendido más que asustado, se separa de la flaca, la güera se gira, Yolanda ve el sexo espumeante, Xavier la toma de un brazo para llevársela, mientras esa escena, con la mirada de pánico de la güera, se rompe y el hombre dice con voz alterada y áspera que ¿qué hacen aquí? ¿¡Qué...!? ¡Fuera!, y después toma el teléfono, aunque se le escapa de las manos y se va al suelo arrastrando una de las lámparas que cae con chispas y estallido de foco. La güera se repliega aún más. El cuarto continúa iluminado por la otra lámpara. La flaca capta el desorden y el ruido de trastos rotos, regresa del fondo borracho de su alma y se pone a gritar una y otra vez como histérica, se rueda de la cama hacia el suelo debatiéndose como un pez fuera del agua. Xavier arrastra a Yolanda hacia el baño y con este movimiento impulsivo la güera, con los nervios de punta por los gritos de la otra, también grita, pero ese grito se apaga en la niebla que se los lleva, a Xavier y a Yolanda, a otro lado, aunque luego, desde adentro de esa niebla que en instantes es luz otra vez, se renuevan los gritos de la mismísima flaca y están de regreso en el cuarto, justo en el momento en que tocan como locos a la puerta con voces de abran y ¿qué pasa ahí?, mientras el hombre se monta en sus pantalones y la güera se envuelve en la colcha. ¡La agenda! le dice Xavier a Yolanda con la idea de arrebatarle el bolso completo y dejarlo ahí para siempre. ¿Qué quieren?, les dice la güera con una voz densa de mujer de locura y ¡abran!, gritan desde el otro lado de la puerta en donde resuena un manojo de llaves. Aquí está dice Yolanda sacando la puta cartera, así dice, aunque es una agenda y la avienta a la cama. La puerta del cuarto se abre en el momento en que ellos se van hacia el baño seguidos por la voz de la güera que grita con tono de orden: ¡están en el baño!, pero no, en el baño no hay nadie y por fin la flaca, desnuda y con su cara marchita rayada de lágrimas negras de rimel deja de gritar y comienza a vomitar su borrachera a cuatro patas sobre la alfombra del cuarto.

¿Y ahora dónde estamos?, pregunta Yolanda, pero qué idiota, dice tapándose los ojos y riéndose, se me olvidó la agenda. ¡La puta cartera!, dice Xavier también riéndose. Están en un vestíbulo entre las escaleras de lo que parece un viejo edificio de departamentos. Afuera es de día. Xavier, riéndose todavía, comienza a subir una escalera y Yolanda lo sigue. Los tubos que sostienen los pasamanos de la escalera suben o bajan negros de óxido. Alguien toca una puerta en el piso de abajo. Ella se asoma a otro pasillo atraída por un ruido de TV.. Él sube otro tramo de escalera. Yolanda se acerca al fondo del pasillo de donde escapa el zumbido de un televisor a través de una puerta abierta y se detiene en un punto desde donde alcanza a ver el interior: como si saliera de la pared, como si se hubiera deslizado sigilosamente por la parte interior del muro hasta su borde, aparece de súbito frente a ella un tipo desaliñado, camiseta sin mangas, más bien gordo, ojos amarillos de fiera. El tipo la ve y le pregunta qué busca. Yolanda le dice que nada con un movimiento de hombros y cabeza. Xavier escucha el rumor de esa voz. ¿Qué tienes? ¿Te sientes mal?, le pregunta el hombre a Yolanda poniéndole una manaza en el hombro. No , estoy bien, le contesta capturada por la fascinación amarilla de los ojos. La toma por la barbilla y le dice ¿entonces qué quieres? Nada, ya me voy, dice Yolanda sin moverse. El hombre mueve la cabeza para indicarle que entre. ¿Yolanda?, llama Xavier desde el otro extremo del pasillo y el hombre, contra lo que ella hubiera esperado, le suelta el rostro dócilmente. ¿Qué pasó?, le pregunta Xavier cuando se reúnen. ¿Qué te dijo? Nada: que qué buscaba, pero me asustó. Vámonos, dice ella tomándolo de la mano y se lo lleva escaleras abajo hasta un largo pasillo que va directo a la calle y salen, aunque nada más un momento, al resplandor del día que ya se les borra.



















Cuando Sergio comprobó que no hay peor cosa que tratar de volar en el agua o nadar en el aire de aquello en lo que no se cree, sólo estaba confirmando algo que de un modo elemental ya había intuido a los dieciséis, cuando quiso estudiar música y su madre le dijo no: te vas a morir de hambre. En ese entonces él se imaginó que esto último podría ser cierto y se olvidó, por decirlo así, de la música; sin embargo ahora, después de todo, cada vez es más lo que había querido ser a los dieciséis, aunque sí, con un sentido diferente y de manera siempre incompleta, y si no es ya la música sí es otra cosa en la que es posible encontrar algo de lo que él percibió en la música: lo mismo que todos buscamos, en algún momento al menos, de modos distintos, y a lo cual siempre es difícil llegar, si se llega, pero todo es difícil, y fácil también. Lo cierto es que al fondo, detrás de los tótem del dinero o el poder, o en el amor por supuesto, siempre está lo mismo que todos buscamos: el placer, aunque casi siempre nos engañemos. Si lo que de veras buscamos es el placer quizá sea porque nos acerca a nuestra forma más perfecta de equilibrio, que es acaso la razón elemental de ser del universo: el equilibrio es el placer del universo y la felicidad no existe: existe el placer.

De repente, ya entrada la tarde, ahogado en un sopor de sueño de caracoles ahogados de sueño al fondo de un jardín de plantas espesas, Sergio se despierta con el trastorno inesperado de que es casi de noche, pero no importa, nadie junto a él cuenta las monedas del tiempo, ni de ninguna otra cosa: el problema, le diría una mujer, es que hay que saber convivir. No: no sé convivir diría él para quitarse de encima una inútil conversación moral. Si no sabía convivir, ¿qué hacía entonces ahí? ¿Exactamente?: quién sabe. El asunto era que para él convivir se había vuelto más bien agobiante y envidiaba a los caracoles que pasan días enteros a no muchos centímetros uno del otro en un mismo muro sin presentirse siquiera. Tal parece que convivir, a veces, no es sino un alimento que necesitamos para fastidiar a los otros, y sin duda esto es cierto, pero también somos otra cosa. Lo que pasa es que lo cotidiano desgasta toda relación sin ventanas y puertas, pero cerramos las puertas y marcamos a hierro: a esta hora: en la noche: mañana. Conmigo conmigo conmigo y luego no hay suficiente espacio; nos envenenamos y ya no es posible respirar sin estragos. Quita, pon, prende, apaga, estás mal, no: tú estás mal. ¿Pero por qué eres así? No sé, pero así soy y sólo puedo ser como ya soy. Sí, ya sé que tú eres diferente y todo eso, decía ella alargando vocales, pero, ¿no puedes poner algo de tu parte para ser mejor? Él pensaba que estaba tratando de serlo, él creía que de algún modo estaba siendo mejor, no desde ahora, desde antes, no para ella, ni como ella esperaba, sino para sí mismo. Él creía que si era mejor para sí mismo, lo sería también para los otros, pero tal parece que no siempre es así y que hay más sutilezas de las que él podía percibir. No te pido grandes cosas, ¿qué no puedes dar más que un poquito? Lo que él ponía de su parte era nada más lo que él era; tal vez fuera muy poco pero ¿alguien puede poner más de lo que es? Lo que pasaba es que ella quería que él fuera otro, o que fuera él mismo pero de otra manera, o sea, otro. Las mujeres siempre creen que pueden cambiar a los demás. Debe ser una deformación maternal. Tal vez los hombres también creemos lo mismo.

Alguien quería entonces que Sergio fuera otro, pero era más fácil encontrarse a ese otro algún día por ahí, en la calle o en cualquier otro sitio y llevarlo: mira, me encontré al tipo que quieres que sea: aquí está, te lo dejo. Lo que pasa es que somos unos tortuosos caníbales cavadores de túneles que nunca llevan a ningún lado. A veces jugaba sin embargo a imaginarse el papel y decía que sí cuando pensaba que no. De cualquier modo allá adentro era lo mismo. ¿De qué se trataba entonces?: de picar piedra al tamaño de hormigas. El amor naufraga inmediatamente en las torturas domésticas: está hecho de agua e igual hierve, o se evapora, o se hace un bloque de hielo. Atado con nudos de aire, se descompone como esos elementos de laboratorio que apenas si dejan registro en los instrumentos y luego ya no hay nada más que la amargura de posesiones ciegas y sordas. Si después de todo era un tipo intratable con quien no se podía convivir, y que no quería convivir, era mejor irse a otro lado y estar solo.

Sergio sale a la noche y en ese momento pasa un camión con ruidos de bestia prehistórica que le dice a la luna su nombre de derrumbe de piedras y celo enterrado en el estómago duro del suelo. ¿Cómo es que se ensartan los hechos en la raigambre de hilos de la casualidad? En un momento sucede algo, un pájaro entra en una casa y se para en la mesa sin inmutarse del gato que se hace de cera, o de los niños que ruedan sin atinar a atraparlo, y alguien mayor lo toma en un dedo y frente a la ventana lo echa a volar al humo inmenso del día plagado de luz, de lluvia reciente y de árboles mientras el señor de las nieves pasa tocando las campanitas de su carro y gritando que ¡nieeeeeevéééééééhhheeeehhh!

























Es de noche y la luz del alumbrado público se espesa después de atravesar, apenas, las altas linternas de los vitrales del templo vacío, creando un resplandor de niebla anaranjada en lo alto, que al nivel del suelo permite una mínima visibilidad. Es un templo vacío: sin bancas, desnudo de santos, de reliquias y de adornos. A través de las rendijas y agujeros de los portones que dan hacia la calle se filtran estrías y fragmentos de luz anaranjada como si del otro lado se fundiera la noche en un horno.

Si iban a decir algo, ya no lo dicen, porque la oscuridad y el silencio les tapan la boca mientras logran ver algo más que no sea la niebla de la luz pegada a los vitrales y porque después, cuando sus ojos distinguen algo mejor el conjunto, sienten el peso del gran espacio vacío del templo, sobre el cual, intensificado por su misma desnudez de santos y de adornos, parece gravitar la presencia de algo sobrehumano. Yolanda mantiene la mano de Xavier apretada entre la suya. Él voltea a verla y encuentra su rostro de espectro de vapor de cobre que observa el altar a su izquierda, apenas definido en la telaraña de lo oscuro. Dan unos pasos que resuenan y Xavier se agacha viendo hacia la única nave. Abajo de las losas de piedra del límite del altar hay un piso de duela. Lo toca. Yolanda también se agacha.

-Es nuevo -le dice él en voz baja y al mismo tiempo descubre en las orillas los huecos aún sin duela por donde se ven los tubos del cableado eléctrico-. Lo están arreglando -dice.
-¿No habrá nadie? -susurra ella.
-No sé, ¿tienes miedo?
-Sí, ¿por qué?
-No parece.
El piso cruje hacia el final de la nave.
-Es la madera -dice Xavier.
-¿Si?
-Ven -dice él avanzando sobre el piso nuevo de duela. Con sus pasos la madera cruje resonando en la bóveda.
-No te acerques a la orilla -le dice Xavier cuando ella, sin soltarse de él, se despliega hacia un lado.
-Hay un cable -dice Yolanda con voz de roces de tela.
-No lo toques.
Se detienen un momento frente a un vano lateral, casi cuadrado, que da acceso a otro espacio. Yolanda se acerca al oído de él:
-Mira -dice señalando hacia el fondo de la nave.
Algo voluminoso y sin forma definida les recuerda el crujido que oyeron desde antes de avanzar. Xavier alcanza a adivinar los bultos de dos bancos de trabajo y las manchas oscuras de unas cajas de herramientas. Hay algo más grande, de una vaga forma rectangular que parece construido de una pieza con el suelo. Xavier se acerca y sigue su contorno.
-Siéntate, son pilas de duelas.
-¿Eh?
Xavier se sienta sobre las duelas y Yolanda hace lo mismo.
-¿Y ahora qué hacemos? -pregunta ella.
-Ahí está esa puerta -dice él señalando el vano lateral-. Podemos irnos.
Xavier estira las piernas.
-Bueno -Yolanda también se acomoda. Después de unos momentos en silencio Xavier le habla:
-Oye Yolanda...
-¿Mmm?
-¿Tienes un... novio, o algo así?
Ella sonríe.
-Sí -se aclara la voz y luego habla un poco más alto-. ¿Está mal?
-¿Mal? Yo no sé.
-Pues...
Xavier le toma la mano para besarle el dorso:
-¿Y vas a casarte?
Con la cabeza Yolanda dice que sí. Pasos huecos se van por la calle.
-¿Con tu novio?
-Sí.
Xavier ve de reojo el bulto que hace Yolanda.
-¿Y tú? -le pregunta Yolanda a Xavier.
-¿Yo? No sé... pero dime otra cosa...
-(...)
-¿Tú crees en Dios?
-Ahorita no me preguntes eso -contesta ella con un tono de voz que se parece al pudor. El templo de pronto se le vuelve algo vivo y en ese mismo momento, como si algo hubiera despertado, como si ella misma hubiera despertado algo que yacía inerte en el templo, se escucha un sonido que rueda por un momento en la duela para después detenerse-. Shhhh -hace ella.
Otra vez, como si eso rodara rasguñando la duela, el ruido vuelve a escucharse.
-Es un ratón -dice él-. Es un ratón -le repite sintiendo como si ella se hiciera de piedra y el ratón rueda más como una bola metálica que rayara la duela y su sonido se amplifica y resuena acercándose a ellos.
-¿Qué es? -pregunta Yolanda poniéndose con un salto de pie y el ratón pasa justo en medio de ellos, al parecer por debajo del piso y luego llega hasta el portón principal deteniéndose ahí. Xavier se levanta y mira hacia el punto en donde el ruido se detuvo.
-Es un eco -dice-, o ruidos que suceden en otra parte y que se reflejan aquí, o es un animal -dice imaginándose a un gato, más que a un ratón; un gato persiguiendo a un ratón, pero calcula que abajo de la duela debe haber un entramado de bastidores que no dejarían espacio continuo para pasar libremente en línea recta a todo lo largo de la nave-. Es un animal abajo de la duela -le dice.
-No -dice Yolanda-. ¿Qué animal? -pregunta como si no entendiera esa palabra o como si la palabra animal le sugiriese algo peor-. Vámonos -dice mientras el animal aguarda, como si al llegar al portón se hubiera dado vuelta y tomara aire viéndolos desde abajo con crueles ojillos carnívoros-. Vámonos -vuelve a decir cuando el animal ya avanza otra vez hacia ellos, ahora con más ruido que antes-. ¿Ya ves? -dice con tono histérico y corre hacia el vano que habían visto antes en un muro interior pero no consigue manejar su prisa y manotea muy lentamente, saliéndose un poco de equilibrio sin despegar los ojos de la línea invisible por donde el ruido se desplaza, caminando a ciegas mientras Xavier se queda inmóvil, pero ella sigue yéndose sin irse del todo, atravesando la gelatina del aire, manoteando, y Xavier escucha los pasos de alguien que se acerca desde adentro del templo, un velador de seguro, y por fin el ruido llega hasta donde Xavier deja caer, ya, ahora mismo, un golpe de tacón contra la duela y el ruido se detiene. Los pasos que se aproximaban continúan escuchándose pero antes de que alguien llegue Xavier corre hacia Yolanda que gira lentamente, sin dejar de avanzar, estirando el brazo hacia él, la mano abierta, los ojos redondos, se tocan y atraviesan el vano para irse a otra noche, más fría, al aire libre, desde donde se adelanta a sus otros sentidos un olor amargo de podredumbre.

-¿Dónde estamos? -dice Yolanda con el trago del susto atorado y sin entender aún el baldío rodeado de bardas en donde ahora se encuentran.
-Tranquila, tranquila, aquí estamos.
En medio del baldío resplandece tenuemente el rectángulo acostado de un muro blanco de cal. Un gato trepa a lo alto.
-Estamos en un baldío, cálmate, es un baldío -le dice Xavier describiendo las cosas-: mira: hay bolsas de basura, unas bardas, allá está un gato. No pasa nada, ¿si?
-¿Si?
-¿Te dan miedo las ratas? -le pregunta él.
Yolanda dice que no con la cabeza mientras busca ratas en el suelo.
-Vámonos -dice.
-¿Por qué?
-¿Por qué? ¿A ti te gustan la basura y las ratas?
-No. Ya nos vamos, sólo que quiero aprovechar que salimos aquí para ir atrás de ese muro y... hacer algo que necesito hacer y luego, volando, nos vamos, ¿si?

Aquí espérame, le dice él cuando ya están a pocos pasos del muro. El gato les maúlla desde arriba. Xavier se va del otro lado y se pone a orinar hacia la pared para ahogar el ruido, pero en el momento en que la orina moja el material éste parece iluminarse como si rebotaran chispas en él. Xavier se acuerda de algo y adelanta su mano hacia el muro penetrando en éste. Del otro lado Yolanda también ve el escurridero fosforescente y líquido.

-¿Sabes qué? -le pregunta él saliendo del otro lado-: este muro es una puerta.
-Te vi -dice ella.
-¿Qué viste?
-Luces blancas que se escurrían por el muro.
-Ven -dice él-. Toca el muro.
Ella lo toca y sus dedos penetran en lo sólido. Retira la mano sorprendida.
-¿Qué es?
-Es otra puerta, pero diferente. Es un muro que es una puerta. Podemos pasar por él para ir a otro lado.
Xavier toma una piedra y la arroja contra el muro. La piedra choca y rebota. Sólo para ellos, en ese momento y en esas circunstancias, el muro es otra cosa: una puerta. El gato se sobresalta y sigue con la mirada el rebote de la piedra.
-El gato y la piedra no pasan a través de él -dice Xavier. Ven, vamos a entrar -Yolanda ve al muro como una cosa viva. Se acerca y lo toca con la punta de los dedos como si midiera la temperatura del agua en una alberca.
-¿A entrar? -dice con recelo.
-Sí -dice él y le explica rápidamente las diferencias que hay entre atravesar una puerta o un muro-. Para empezar no sientes que te desmayas, como con las puertas -Yolanda vuelve a tocarlo pero la sensación semisólida y rígida le da una impresión de asfixia-. No no no no, nada de eso -le dice Xavier-. Hay tanto aire ahí como aquí afuera, no te preocupes.
-O.K. -dice ella dándole la mano. Xavier la toma y juntos dan el mismo paso hacia el muro. El gato se incorpora y camina allá arriba, sin perderlos de vista, mientras puede, porque en eso se hunden en la materia como si ésta fuera real y completamente de luz. Yolanda se siente envuelta en una atmósfera un poco áspera, aunque agradable, que la envuelve como agua, pero con más presión que el agua a la profundidad de una alberca, como si se moviera en un tonel de ligero polvo de gises, sin claustrofobia, sin asfixia en absoluto, en un mundo de vidrio esmerilado en donde no siente peso ni prisa, moviéndose con una lentitud tal que de pronto le hace dudar si realmente se mueve. Como puede ver perfectamente se vuelve hacia Xavier, pero pasa tanto tiempo que cuando termina de hacerlo se sorprende de verlo ahí, fantasma de luz, siendo que ya lo había olvidado durante la operación de voltear hacia él, la cual le alcanzó para captar al mismo tiempo minúsculas cosas de pronto transparentes y vivas en el interior de ella misma. Xavier le sonríe, todo blanco, pero en diferentes tonos de blanco con lo cual ella puede distinguir mínimos detalles: las pupilas, un lunar, el vello de la mano que él alza señalando hacia arriba con movimientos de buzo mientras siguen, ellos, o sus cuerpos solos, siguen completando el impulso del paso con el cual entraron y acaso una parte suya aún se pudiera percibir entrando en el muro, fundiéndose. Yolanda termina de voltear hacia lo alto y ve cuatro manchas negras que se desplazan sigilosas. Las ve sin comprender, inmersa en una tranquilidad sin bordes, sintiéndose plena y eterna, con una simpleza propia de los ángeles, y luego sabe que esas manchas son los pasos del gato, del cual incluso, como si lo viera en negativo, alcanza a percibir la silueta del cuerpo pegada a las manchas de las patas, allá arriba, como si lo viera desde el fondo de un lago congelado caminando sobre el vidrio del hielo. Tiene adentro una risa blanda y simplona y todo esto le parece semejante a ciertos sueños suyos en donde la luz también era algo que tocaba a las cosas con una plenitud desconocida. Allá arriba el gato, como una figura celeste de constelación, posiblemente ve algo. Yolanda cierra los ojos pero su visión no se interrumpe, los abre: continúa viendo lo mismo y se imagina que el Cielo debe ser muy parecido, o éste es el Cielo, piensa, pero en ese momento algo se rompe, aunque sin violencia, y terminan de dar el paso para rebotar contra otra luz que sí los ciega con su realidad de calle y de ruido: el sol cae pesadamente sobre la ciudad horneada.
-¡Ay no! -exclama ella.
-Espera -dice él llevándola dos pasos atrás, caminando de espaldas, para pasar bajo el arco por el cual salieron, luego la impulsa a caminar otra vez hacia adelante, se oscurecen, pierden contacto unos momentos y luego salen al mismo sitio, sólo que de madrugada, quizá en otra fecha, con frío de lluvia reciente y una delgada neblina que envuelve los faroles. Al fondo está la fachada horizontal del Hospicio con su cúpula.
-¿Qué pasó? -pregunta ella detectando que están en el mismo sitio al cual ya habían llegado y que apenas tuvo tiempo de identificar. Sin embargo no le hacen falta explicaciones porque más o menos ya se da cuenta. El lugar tiene un aspecto irreal, como si estuviera puesto en el fondo de un acuario. La visión del Hospicio al fondo de la plaza parece pertenecer a otro lugar: alguna mítica ciudad de Europa. De pronto resuenan carcajadas de pelagatos de la noche e inmediatamente después Xavier los ve vaciarse a la plaza desde una calle secundaria. Chido, chido, dice uno de ellos y se van hacia donde Xavier le dice a Yolanda vámonos, sin prestarles atención, abrazándola luego, para irse derecho a uno de los arcos del edificio más cercano. Ése, los llama uno, no se vayan, mientras tal vez apresuraban el paso, pero ahí en donde caminaba una pareja aparentemente equivocada de lugar ya no está nadie, así que los batos aquellos se quedan solos en mitad de la plaza.







X y Y aparecen al lado de alguien ocupado sobre el teclado de una computadora. Como aparecen a su izquierda, lo real es más ilusión. El que trabaja en la computadora voltea a su lado derecho, donde la ilusión es real. Está atento a una voz de mujer que lo llama pero ellos, X y Y, salen de ahí y llegan a un dormitorio: una mujer duerme apacible y tibia, Xavier se da la vuelta y se lleva a Yolanda: un remolino de perros se precipita hacia ellos sin darles tiempo de nada, pasando silenciosos, alucinados, como lobos, por la noche y el olor de la hembra; vuelven a entrar y entonces aparecen en el salón de una casona, frente a un espejo en el que no se reflejan. ¿Por qué?, pregunta Yolanda. No sé, como los vampiros, me imagino. Ven, le dice él para llevársela hacia una puerta sobre la cual hay un relieve de un rostro de Medusa, cuya mirada, como la televisión ahora, petrificaba a la gente. Ya, dice Yolanda cuando vuelve a sentir el suelo, apoyándose en Xavier, mientras éste echa una ojeada a la multitud de lápidas que los rodean, salpicadas de nubes de flores y yerbas silvestres, grandes fresnos más allá, todo metido en el cajón de esas altas horas de la noche. Arbotantes de luz blanca de fantasmas, trazados a lo largo de las calles del cementerio, iluminan el lugar haciendo islas de luz. Están bajo un pino y Yolanda se apoya en él con la cabeza hundida entre los brazos. Arriba un pájaro nocturno da vueltas haciendo un sonido idéntico al de una persona cuando chista.

-¿Qué pasa? -pregunta Xavier.
Yolanda sacude la cabeza y abre los ojos tratando de fijar su atención en algo: encuentra la red quebrada de surcos de corteza que parecen arañados con los dedos sobre el tronco del pino.
-Me siento mal -dice con voz pálida.
-Vámonos a otro lado -le dice Xavier envolviéndola por la cintura-. Aquí es un panteón.
-No, no me quiero ir. Estoy mareada.
Yolanda aspira una larga bocanada y luego, soltando el aire con un quejido, dice:
-Fue muy rápido.
-Siéntate -le dice él separándola del árbol.
El cementerio parece dormir para siempre envuelto por la luz blanca de la luna, semejante a la visión de un lejano poblado envuelto bajo una rara sensación de paz. Yolanda se sienta en el resto de guarnición de una banqueta. Xavier se pone en cuclillas junto a ella.
-Respira profundo -le dice despejándole la cara de cabello. El aire pasa por el pino sobre sus cabezas-. ¿No te quieres ir?
-No, ahorita no -cierra los ojos un momento y luego observa los alrededores-. Es un panteón, ¿no? -encoge los hombros-. No importa.
-Ven -le dice él-, vamos a caminar un poco.
El pájaro nocturno sigue girando por encima de ellos. Los montones de nubes flotan transfigurados por la luna.
-¿Cómo estás?
-Mejor dice ella.
-¿Nos vamos?
-Pues...
-Pues... -repite él-. ¿Qué tal si buscamos otra puerta por aquí? Ven -dice adelantándose un poco. Yolanda lo sigue, cruzan un andador y avanzan entre dos tumbas hacia una especie de templete, le dan la vuelta y de un lado, muy cerca de él, como si de pronto se hubiera materializado, o hubiera en realidad atravesado un muro, como ellos mismos antes lo hicieron en el baldío, sale un tipo flaco de cara angulosa.
-Quieto -dice con voz calma pero amenazante. Yolanda se traga un grito. Otros dos fulanos se acercan por enfrente.
-¿Y estos s? -le pregunta uno de ellos al flaco, el cual empuja un poco a Xavier para que se adelante y luego toma a Yolanda por el brazo. Hay otro fulano, desfajado y sudoroso, que los mira con ojos filosos:
-¿Qué chingada madre? -dice arrastrando rasposamente las palabras y cambiando miradas con los otros.
-Tranquilo ése -le contesta con un resoplido más bajo aún otro de ellos, un güero cenizo de pelo chino, nariz de boxeador y frente de surcos horizontales-. Se cajearon -dice él mismo volteando hacia Xavier como si le hiciera una áspera confidencia al margen de Yolanda, pálida, ahora sí, y con los ojos vidriosos. Se cajearon -les dice entonces-, habían de irse a un hotel, ¿o a qué le tiran? -pregunta extendiendo una vasta mano sucia.
-Hey -asiente el que está junto, ávido masticador de chicle que ve por encima del hombro a Yolanda. Sus ojos son del mismo color de su piel, lo cual le da un aspecto animal, como si no tuviera verdaderos ojos, sino ruedas de piel brillantes. El tipo carraspea y escupe.

Yolanda rehuye las miradas tratando de fijarse en cualquier otra cosa, en los restos de un Cristo de yeso que aún se sostiene de su soporte de alambrón, en la fosa con las losas levantadas junto a las cuales, a nivel del suelo, un ataúd negro se confunde con la noche, más espesa bajo la tupida mata de un arbusto en donde brillan flores rojas. Los herrajes del ataúd reflejan puntos de luz. Haciendo el sonido de una "ese" silbante el masticador de chicle se aleja en dirección al ataúd bajo el arbusto, como si con ese sonido dijera qué jodido, qué jodido está esto.
-Estábamos en una fiesta por aquí cerca y... -dice Xavier dirigiéndose al tipo que está junto a la fosa, el cual tiene una sola ceja espesa que le atraviesa la frente. El flaco que los vio primero se ríe bajo, con una especie de sarcasmo- ...pues nos salimos y se nos ocurrió que si vamos al panteón, que sabe qué... -el cara de ceja lo ve con pequeños ojos de gorila duros de roer-... y entonces nos metimos, no... -el güero le hace un ademán para que se calle.
-¿Por dónde? -le pregunta luego el cara de ceja.
-¿Qué?
-¿Por dónde entraron?
-Por la barda.
Xavier lo mira esperando una reacción que no llega, luego mira al güero, al flaco y a Yolanda, a la que repentinamente le guiña un ojo sin que ninguno de los otros lo note. Yolanda se sobresalta como si le hubiera hablado en voz alta.
-Pos no se la van a acabar -sentencia con tono cantado y perentorio el cara de ceja-. ¿Quién les manda? -agrega echando un vistazo significativo a la tumba abierta, que con su presencia equívoca y obscena es el centro sobre el que todos gravitan-. 'Ora hay que chingarse -dice con ruido de piedras y lengua espesa mirando a Yolanda a los ojos.
-¡Trucha güey! -le dice el güero-. No hagas tanto pedo -y pone en medio un ademán de espera-. Déjame...
-¿Qué?
-Haz el paro carnal, déjame ver; 'orita vemos.
El otro se queda viendo al güero y luego, adelantando un grueso dedo de amenaza y alzando la ceja única sobre los ojos:
-¿Machín?
-Machín.

El ceja acepta meneando la cabeza. El güero toma a Xavier del brazo, con una especie de amabilidad, pero firme. Xavier extiende el brazo para atraer a Yolanda. El güero les indica que se sienten al borde de una loza junto a un templete. Están a un lado de la otra fosa, la que está abierta, como el cubo de un elevador de cuyo fondo sube un olor viejísimo a humedad. "¿Y ahora qué?", piensa Xavier, captando que los tipos esperan otra cosa que no tiene que ver con él ni con Yolanda.

-Siéntate -le dice el güero al masticador de chicle, que está dando vueltas.
-¿Qué desmadre? -dice el del chicle.
-Ni pedo.
-Ni madres.
-¿Y 'ora que acción?
El ceja se encuclilla mirando al suelo.
-'Ira, ése -dice el güero-, usté' no se agüite.
-No te manches: ¿quién está agüitado?
-Me cai.
-'Ira: la troca 'stá cercas: el Diablo nos dijo que a las cuatro pasadas.
El flaco se acerca para oír lo que dicen. Se pone junto del güero para ver mejor a Yolanda, los ojos al nivel de las piernas de ella, oscuras más allá de donde inicia la falda, pero igual, él espía.
-'Ira: dijo que a las cuatro pasadas y a las cuatro pasadas nos cae.
-Neta.
-Hey, es neto, el Diablo.
-Hey: ya son las cuatro pasadas.
-Se ocupa que ya venga.
-Hey, güey, se ocupa.
-Órale, no hay pedo -dice el del chicle-, pero ¿y...? -parpadea desviando los ojos para referirse a Xavier y a Yolanda.
-El ceja, en cuclillas, se acerca más y se sienta, recargado contra la banqueta de un templete, los muslos hacia el pecho, las manotas envolviendo los tobillos.
-Nos van a joder por culpa d'éstos. -dice.
-Nos joden madres.
-A huevos que no.
-Hey.
-Neta que no.
-Hey.
-'Ira:
-Machín que no.
-'Ira:
El ceja se acerca clavando sus ojillos de piedra:
-No, 'ira: nos los llevamos y les ponemos en su madre.
-Me cai que sí, por putos y cagazones -dice el flaco entusiasmándose.
-Le damos una caliente al cabrón, y a la ruca... -dice el ceja sugiriendo con el tono lo demás.
El flaco sigue espiando entre las piernas y los ojos de Yolanda, que sigue de vidrio, y luego ve otra vez a los otros y al ceja que cambia su posición en ese momento, con un pequeño salto hacia adelante para encuclillarse otra vez.
-... a la ruca se la dejamos caer -dice y se queda mirando al güero y luego voltea a ver a los demás y pela los dientes sin que sus ojos sonrían, ni de hecho, nada en su rostro de ceja y de máscara.
-¡La reata! -dice el flaco-. Le dejamos caer la reata -y hace un ademán con la mano.
-Y a ver si dicen algo los putos -agrega el ceja.
-Ps sobres -dice el flaco poniéndose de pie y envolviéndose el sexo con una mano.
-No mames. Siéntate -le dice el del chicle-. Siéntate cabrón, te vas a manchar.
El flaco voltea hosco a verlo.
-Siéntate, cabrón -le vuelve a decir el del chicle con un tono más áspero.
El flaco se sienta en el suelo tragándose algo duro y caliente que se le subía a la cabeza y la boca para escupirlo en la cara del otro.
-No mames güey: está morra: no hay que meternos en pedos de a gratis.
-Pero van a dar el pitazo.
-¡Aaaaahh! ¿Cuál?
-Si los dejamos no dan nada.
-Sabe, cabrón.
-'Tons hay que bajarlos.
-A ver, más al rato vemos, 'orita aplácate.
-O sea que 'ira... -dice el del chicle tratando de darle forma a una explicación que no llega o que luego ya no le interesa. Se rasca el pescuezo sin entusiasmo mientras alza un poco la cara, como si oteara algo por encima de los otros y dice-: Ya han de haber pasado los vigilantes. 'Orita llega el cabrón del Diablo.
-Hey ¿verdá?
-Sabe.
-Pinche luna al pedo.
-Hey.
-Oye güey: ¿y si se le ponchó la troca al Diablo como el otro día? O sea que...
-No chingues.
-Se ocupa otra troca.
-Neto que sí.
-Hey.
-Se ocupa.
-Trucha.
-Machín.
-Lo ocupamos al Diablo.
-Hey, lo ocupamos.
-Es camarada.
-Hey, camarada.
-Es de por allá, o sea que para el lado de Oblatos, ése.
-Hey, de allá.
-Su carnala era ésa que le decían la Jericalla.
-Calla: ésa ni me la mientes.
-Pinche Diablo. Es neta.
-Ése, psssaque las pastas, ¿no?
-Me cai.
-Sobres.
-Deja las saco.
-¿'Tan machinas ése?
-Al tiro.
-Órale.
-Ése: chido.

Yolanda alza los ojos sin levantar la cabeza y ve al flaco repartir pastillitas rosadas y amarillas. El flaco no la ve; sólo ve la palma de su propia mano en donde duermen pastillitas rosadas y amarillas. El ceja, en cuclillas, pasa un dedo índice gordo y rugoso sobre la tapa del ataúd.
-Se tienta muy finito -dice.
-Hey, es de los buenos.
-¿De a melón?
-Hey, fácil de a melón, y chanza más. El otro también.
-Al puro pedo.
-Hey, un melón libre sí le sacamos a cada cajón.
-Heeeey.
-Es buen paro.
-¿Alzaste las cosas?
-Hey. Ya.
-Ahoy sí la hicimos.
-Hey, puras cajas de medio estábamos sacando.
-Éstas las vamos a mercar bien.
-Está machín.

Sin voltear a ver a los locos empastillados que siguen hablando en ronroneos, vueltas de tuercas, lijas rasposas, derivando para un lado y para otro, Xavier se levanta acercándose a Yolanda que abre ojos de plato, pero él ya acaba de dar el giro librando la esquina de esa banqueta para sentarse al otro lado, ya no de frente al grupo, sino junto a Yolanda. Ninguno de los tipos parece percatarse ya de ellos. Xavier le da un leve codazo y la toma del brazo, empujándola para que se levante. Yolanda se traga un buche de susto.

-No, yo no me agüito -dice el ojos de su piel, metiéndose otra vez en la boca el chicle triple que se había sacado unos momentos.
-Ni yo güey.
-Ya sé, cabrón.
-Pero ya se está dilatando bien mucho el Diablo.
-'Ira: a las puras cuatro y media nos jalamos con un cajón pa' la barda.
-¿Y si no llega?
-Ooooooohh.
-Usté... machín.

Xavier y Yolanda se van caminando con cautela, como si siguieran un delgado camino, casi de puntas, sin importar hacia dónde siempre y cuando aparezca de ya una puerta, o lo más parecido a una puerta, mientras los eventuales mercadores de ataúdes siguen hablando entre ellos, con el arco de la noche encima, rodeados de arboledas de panteón y derechos a perpetuidad en un mundo en donde nada es perpetuo.

-Ayer, en llegandito a la casa de mi carnal -dice el güero para machacar el tiempo que falta para la media-, ya ves que está casi en la pura esquina, y que chocan, ése.
-¿'Onde?
-Allá en Medrano.
-Ah, hey, en Medrano y la Treinta, ¿verdá?
-¿Recio?
-Pos siempre: un volcho se pasó la preferencia y lo agarró un sitio.
-¿Un sitio?
-Hey, un sitio. Lo aventó como tres metros, o más, sabe.
-Chingadazo.
-Luego luego un puño de gente. Ya ves. Eran las nueve pasadas.
-¿Y?
-No, pus me acerqué y vi a los s que iban en el volcho.
-¿Madreados?
-No: bien. La libraron bien. Uno con una abierta aquí en la frente, pero leve.
-Órale.
-Ya, luego, llegó un judicial o sabe qué y amachinó ahí, que train aliento alcohólico, que sabe qué y llamó a una ambulancia, pero el herido dijo que ni madre, yo no me subo.
-¿El herido?
-Hey, el herido ése de la frente.
-'Ta bien.
-No, ¿y sabes qué ése? El bato, el herido, hace como tres años, o sabe cuánto, se cayó de un balcón.
-Se balconeó.
-Como diez metros cabrón.
-Ay güey, ¿y tú cómo sabes?
-Ésos -interrumpe en ese momento la voz del Diablo.
-¡Pinche Diablo! ¿Qué pedo?
-Me entretuve. ¡Vámonos!
-Vámonos.
-Machín.
-Chido.
-En chinga.
-Hey.

Con el ataúd en hombros, como acaso llegó hasta la fosa otro día sólo que ya sin el muerto, el Diablo y los otros se van yendo, éstos con la sensación confusa de que algo les falta. Mientras tanto Yolanda y Xavier llegan hasta una calle del panteón más ancha que otras. Del otro lado, guardando un modesto mausoleo, está un enrejado de hierro amarillo comido por el óxido, a través de cuya puerta sin candado ni pasador pueden entrar y se van, entonces, a un lugar en donde es de día en medio de un tianguis que se levanta, con los últimos clientes rondando por ahí y ellos acá, bajo la sombra de un templo. Los desenterradores, entre tanto, llegan al muro derrumbado por donde sacan las cajas de muerto, cada uno acompañado por su propia taquicardia provocada por las pastillas, para luego irse a sus casas, sin pena ni gloria, a dormirse con las ganas de una mujer de miedo desnuda sobre el cuerpo mientras miran la noche en el techo.





















El campamento del tianguis se levanta. Desde la sombra protectora del templo bajo el cual están X y Y las hojas verde brillante de una hilera de árboles parecen reflejos de pequeños espejos contra el fondo de una pared blanca de sol. La gente del tianguis acarrea todo tipo de cosas, como las hormigas que desmantelan los árboles. Todavía hay mantas sombreando las calles y hay compradores de última hora que atraviesan ese rompecabezas en movimiento. X y Y bajan la escalinata del templo hacia la plazoleta y caminan entre lo que queda del tianguis. Un perro, color ocre y rojizo de adobe, parado en la mitad de la calle mira atento hacia ellos moviendo la cola con poco entusiasmo, las fauces abiertas, la lengua de lado, ojos apacibles de gente. Es el perro, dice Yolanda. Xavier lo ve. El perro agacha la cabeza, camina hacia ellos y se para otra vez, alza la cabeza, voltea a un lado y los vuelve a ver reanimando el movimiento de la cola. Es el perro de la casa inundada, dice Yolanda. Xavier le truena los dedos y el perro hace un leve movimiento de atención levantando las orejas, ojos amarillos, pelambre canela. Ven, le dice a Yolanda y la toma de la mano, el perro ladra dos veces y se les acerca bajando la cabeza; ellos se agachan para pasar por abajo de la estructura de tubos de un puesto y pasan, sin darse cuenta de que ésta es también una especie de puerta y en ese momento se les apaga la luz. El perro ladra dos veces al aire, acaso aún percibiéndolos, de una manera en que un ser humano no podría hacerlo, y quién sabe si ellos, en ese traspiés que los desconecta del mundo unos segundos, alcancen a oírlo ladrar porque además el ruido del tráfico y la visión de otro lugar se superponen ya a cualquier otra cosa.
-¿Ahora qué? -dice Yolanda buscando a Xavier sin ver nada claro todavía, captando nada más manchas, flashes y rayas pero ya: están a la entrada de un restaurante. Atrás de ellos, en la avenida, pasa el tráfico denso de la tarde. El sol ya está bajo y la gente camina sumergida en el polvo dorado de las dos últimas horas del día, durante las cuales el aire se va haciendo amarillo, amarillo y a la vez rosado conforme se acerca la noche. Ellos están en el interior del restaurante, justo después de la entrada.
-Es el café -dice Yolanda reconociendo el café en donde estuvieron cuando se encontraron por primera vez y entonces ella cree que ya están ahí, por fin de regreso en la normalidad.
-No, no hemos regresado -le explica Xavier-. Es el mismo café pero todavía no regresamos.
-¿Cómo sabes?
-Por la hora y el lugar.
-¿Y qué?
-Jovencito... -los interrumpe un pordiosero que se asoma hacia el interior del café-... con el debido respeto que usted me merece, fuera tan amable de regalarme su hora por favor.
-Diez a las cinco -contesta Xavier viendo el reloj de Yolanda.
-Gracias -dice el pordiosero y hace un ademán con la mano manteniéndola luego en alto, cerca del rostro, como si fuera un profeta a punto de soltar una parábola y así se aleja de ahí.
-Ya que estamos aquí vamos a sentarnos y tomamos algo.
-No... -dice ella sin convicción.
-¿Nos vamos?
-No...
-Ven, vamos -le dice y avanzan buscando una mesa desocupada, pero antes de hacerlo Xavier se encuentra a un conocido, se detiene unos momentos a saludarlo, luego se hace a un lado y dice-: Mira, ella es Yolanda -ella se acerca-. Sergio -dice Xavier refiriéndose al otro. Se sientan en esa misma mesa con Sergio y le piden refrescos

-Perdona, ¿cómo te llamas?, es que nunca me fijo. Me acuerdo de los teléfonos pero de los nombres no.
-Sergio. Con zeta. Zergio.
-¿Qué? Ay sí, ¿por qué con zeta?
-No sé... porque...
-¡Un sistema de coordenadas espaciales! -dice Xavier.
-No, qué sistema -dice Yolanda.
-Sí -continúa Xavier-. Cuando nos encontramos le dije a Yolanda que nosotros éramos equis y ye en un sistema de coordenadas y que por eso sólo podíamos encontrarnos en un punto. Equis y ye son los datos para localizar un punto en el plano, pero si ponemos también a zeta, entonces podemos localizar un punto en el espacio.
-¿Y?
-Entre dos puntos puede trazarse una recta, pero no es lo mismo que esté en un plano -toma el popote del refresco y lo pone acostado en la mesa en posiciones diferentes- que en el espacio -toma el popote y lo mueve como si fuera una astronave evolucionando en el vacío.
-Pareces la televisión -dice Yolanda.
-Si tienes tres puntos que no estén alineados, o sea los valores coordenados de cada uno, equis, ye y zeta, entonces puedes colocar a un plano en el espacio. Con cuatro: un pirámide triangular: una pirámide que tenga de base un triángulo, por ejemplo, ¿no?. Xavier le pone a Yolanda el punto de un dedo al lado de la boca-. Cualquier cuerpo puede descomponerse en puntos, tu cara por ejemplo, como en las fotografías -continúa diciendo mientras le traza sobre la cara la unión de puntos cuyas proyecciones han ido generando el volumen que su rostro ocupa en el espacio-.
-Fíjate: -le dice Zergio-: ¿quieres ver? Vamos a darle vuelta a la mesa -le dan la vuelta porque como todas las otras mesas de ese lado, la suya está de esquina a la pared. Le dan la vuelta y la ponen de lado para dejarla pegada de costado. Pasa la mesera y los ve sin prestarles atención-. Ahora sí. Vamos a ver: mira: tú eres ye, de Yolanda, pon aquí tu dedo en la pared y haz una línea hacia el techo -la hace y detiene el dedo en un punto a la altura de su hombro-. Ya : ése es el eje de las ye, ¿si?
-Bueno, sí -dice ella.
-O.K., entonces Xavier es el eje de las equis -Zergio sale de su lugar junto a la pared e intercambia sitio con Xavier. Los dos están de pie y Xavier traza el eje de las equis con el dedo sobre la línea que se hace entre la mesa y la pared-: Éste es el eje de las equis.
-Pero así vamos a quedar en el cuarto cuadrante, con valores negativos para equis -dice Xavier.
-No importa -dice Zergio.
-Sí: porque me da mala espina.

El dueño del café se levanta de una mesa y va a la caja a cobrar una cuenta, ve la mesa desalineada en donde Xavier y Yolanda cambian lugares, para evitar valores negativos, se extraña, atiende a un cliente, vuelve a voltear a esa mesa, busca a la mesera, no la ve, suena el teléfono: ¿bueno? Algunas personas voltean a ratos hacia la mesa en donde más que una demostración gráfica parece escenificarse un número de magia, pero nadie se fija demasiado. Xavier y Yolanda cambian entonces de lugares. Un ciego entra al café tomando del hombro a un niño al que sigue un perro faldero.

Vuelven a trazar los ejes:
-Éste es el origen -señala Xavier indicando el punto en donde se cruzan las dos rectas. Con una armónica de boca el ciego toca tímidamente una música de nostalgia. Los ojos del niño que lo guía recorren con ávida curiosidad las cosas que suceden en las mesas, deteniéndose junto a cada una demasiado próximo y desinhibido y sucio, más sucio que el ciego, tan sucio como el perro faldero de bucles grasientos, el cual da vueltas nerviosas tropezándose a veces con los pies del ciego que lo ignora como si no lo sintiera y Zergio señala la trayectoria del eje de las zetas trazando sobre la mesa una raya imaginaria que va perpendicularmente del muro hacia él.
-¿Dónde quieres tu punto? -le pregunta Zergio a Yolanda. Xavier pone el suyo, Zergio hace lo mismo, Yolanda capta y pone el dedo a cierta altura sobre su raya imaginaria en la pared.
-Aquí.
El dueño del café, en el teléfono, ya no se acuerda de ellos, cuelga y regresa a lo suyo mientras Xavier, partiendo de la mesa, sube sobre la pared la proyección de equis, paralela al eje ye y le dice a Yolanda:
-Lleva tu dedo paralelo a la mesa, así, hasta mi dedo. Eso es: éste es el punto en el plano -dice riéndose con ella cuando los dedos se tocan. Zergio sube paralelo al eje ye, pero en el aire, con una separación de la pared de casi todo el largo de la mesa, se detiene luego a la altura del dedo de Yolanda, se quiebra, ahora paralelo a la mesa y llega hasta la altura del punto en el plano.
-Ahora -dice él mismo y el niño del ciego ya está junto a ellos, viéndolos como si presenciara un acto de equilibristas, mientras el perro da vueltas por abajo de la mesa husmeando el suelo o viendo hacia arriba con ojos de canicas cafés perdidas bajo el pelo mientras el ciego se orienta suspendiendo la música de la armónica para secarse con el dorso de la mano los labios, el rostro derivando suavemente en el agua de los ruidos y Xavier lleva el dedo de Yolanda como si hubiera atrapado un bicho, tratando de irse derechos al lugar donde Zergio sostiene un punto imaginario mientras ella ve al ciego, el niño atento a los dedos y ella se apoya con la otra mano sobre la mesa, cuidando de no irse encima del niño, cada vez más pasmado y más pegado a ellos y el ciego, desorientado, está en suspenso dos pasos atrás, el perro se pone nervioso como si presintiera un fantasma y equis y ye llegan al lugar en donde el punto imaginado en el plano se encontrará con el punto sobre el eje de las zetas para materializar, entre los tres, el lugar geométrico correspondiente a un determinado punto en el espacio, así que Zergio toma entre sus dedos los de Xavier y Yolanda y en ese mismísimo instante, con un ruido que chasquea incluso en el aire, salta una chispa blanca y azul que les arde en los dedos, Yolanda da un grito agudo y breve saltando hacia atrás, el niño salta más lejos, el perro ladra frenético en círculos locos, el ciego se mueve como un barco anclado en el muelle durante una tormenta y toda la gente del café los observa preguntándose que ¿qué pasa?, ¿qué hacen?, ¿qué hicieron?, mientras el niño se lleva el perro a tirones, diciendo que vámonos, vámonos y el ciego escora hacia los arrecifes de las mesas, tanteando con su palo rugoso el suelo, mascullando que ¿dónde estás?, espérate muchacho, oye, oye, orientándose por la retirada de ladridos histéricos de perros enanos rabiosos y Zergio y Xavier reacomodan la mesa, se sientan, y que si venían con el ciego, dicen los parroquianos, o que si el perro mordió a alguien o alguien pisó al perro o que el chispazo, yo lo vi, como las lamparitas ésas en donde se electrocutan las moscas pero más fuerte...
-¿Qué pasó?
-¿Eh?
-¿Qué pasó? -pregunta Yolanda.
-No sé -dice Zergio-: el contacto con el espacio... o con la realidad.
-¿Qué? ¿Cuál realidad? -pregunta otra vez Yolanda.
-Pues no sé -dice Zergio y se queda pensando unos momentos, pero luego ve su reloj-. Tengo que hacer algo y son casi las seis. Ya se me hizo tarde -Xavier ve el reloj de Yolanda-. Nosotros también tenemos que hacer algo -dice viendo a Yolanda-. ¿Nos vamos? -hace ademán de llamar a la mesera pero Zergio los va a invitar, así que se despiden mientras él se va hacia la caja y el teléfono para hacer una llamada. Desde la puerta, antes de salir, Yolanda voltea y lo ve al fondo, a Zergio: se despide agitando la mano y luego salen de este lado de las sombras, ya más largas, pues son casi las seis. Pudiera parecer, de pronto, que ellos se confunden al salir con la gente que camina por la calle, pero en realidad es como si se hubieran borrado de la tela en que estaban dibujados con andamios de ilusión de cine.

























T e R C E R A P a R T E




















Si Yolanda se imaginó, en parte debido a la prisa de Xavier por salirse del café, que iban a llegar por fin al departamento, cuando siente otra vez el peso de su propio cuerpo en el suelo, aunque sin lograr ver nada, como si no acabaran de llegar del todo, la asalta el temor de que nunca nada iba a ser normal de nuevo, sin embargo un vago olor a baño y a polvo rancio la ubica en un lugar concreto y se olvida por lo pronto de otras inquietudes tratando de penetrar la gasa negra de la oscuridad que le envuelve la cara sin dejarla ver nada, si es que hay algo ahí, pero esto dura sólo unos instantes porque rápidamente sus ojos se habitúan y percibe formas vagas de cosas a su alrededor. Xavier se ubicó más rápido porque salió primero y porque al correrse un poco para darle paso a ella quedó de espaldas a un espacio grande sobre el cual la oscuridad era un poco menos densa, de modo que al volverse en esa dirección pudo reconocer el lugar al que llegaron. Le pregunta en voz baja a ella que cómo está y le dice que él cree que sabe en dónde están. Ya sé dónde estamos, no hay problema, ven, le dice, y se queda callado, igual que ella misma, asomándose a un amplio espacio parecido a una bodega en donde se adivinan formas que no se sabe dónde empiezan o dónde terminan ni para qué puedan servir. Al fondo, por la parte alta de una cortina metálica entra una rendija de luz pálida de arbotantes. En el exterior el mundo está todavía intacto, pero no, no del todo, al fondo de algún lugar de la ciudad se oye el rumor de un vehículo. ¿Dónde estamos?, le pregunta ella con voz de hilo. Es la mueblería de José Manuel, un amigo, dice Xavier en voz baja, pues aunque estén solos en un lugar que él conoce, todos esos muebles envueltos bajo la oscuridad parecen cosas vivas. Junto a ellos hay una escalera que sube a un segundo piso, el cual nada más cubre parte del espacio dejando una amplia zona de doble altura hacia un techo más alto. Visto desde abajo el límite del entrepiso parece un balcón perimetral, lleno también de muebles y otras cosas que en ese momento parecen más bien formar parte de un cementerio de elefantes en donde los huesos hacen complicadas estructuras. Xavier da un paso hacia atrás y choca con el columpio de un garrafón de agua tirando de un manotazo accidental un manojo de vasos de plástico que caen ruidosamente. Yolanda se tapa los oídos y hace ¡sshhhh!, ¿qué haces? Nada, le dice Xavier, que se salpicó con los restos del contenido de los vasos. Yolanda no trae kleenex, se le acabaron en el mercado, pero abajo de la escalera hay un baño, que es de hecho la puerta por donde llegaron a la mueblería. Por supuesto no pueden entrar en él, porque de hacerlo entrarían o saldrían a otra parte. Yolanda encuentra una escoba con la que Xavier consigue alcanzar el rollo de papel higiénico. ¿Te mojaste mucho?, le pregunta Yolanda, pero no, casi no, y ¿sabes qué?, agrega ella misma con una aprensión repentina, quiero ir al baño. No puedes entrar, le dice él. ¿Qué quieres hacer?, o sea. Del uno, dice ella. Xavier encuentra una cubeta y le dice, pues aquí, poniéndola cerca del baño, más o menos pegada a la pared y le dice ven, percibiendo el olor a manzanilla del pelo de ella cuando se acerca. Ven, le dice otra vez y sube las manos por las piernas de ella alzándole la falda hasta meter los dedos por el resorte de la pantaleta, se encuclilla, él, mientras ella alza los pies para sacar la prenda que él se guarda en el bolsillo, la atrae, la besa apenas por encima de la boca y luego la empuja suavemente hacia la cubeta. Ella se sube la falda a la cintura y se agacha. En la oscuridad resuena el tambor delgado del chorro de su orina, mientras Xavier la contempla desde la oscuridad, a unos cuantos pasos de ella, que se turba y cierra un momento los ojos desviando la cara. Ya, dice. Xavier toma del suelo el rollo de papel y se lo pasa, luego se vuelve y observa la luz que se filtra desde el exterior. Tal vez el sol ya está próximo a salir porque entra una tenue claridad, distinta a la de la iluminación pública, por las rendijas de las cortinas de metal. Yolanda se acerca y lo abraza por la espalda llenándole el pecho con las manos, estremeciéndolo con las puntas de los dedos que entran por el borde del pantalón, pero no hunde las manos, aunque se imagina haciéndolo, las saca, él desliza una mano y encuentra a Venus en su monte de oro, Yolanda gime muy suave, él se da la vuelta y toma las manos de ella para ponerlas, por encima del pantalón, sobre el bulto de su sexo, se le apagan los ojos, a ella, su mano aprieta buscando, pega su pubis a él, le acaba de abrir la camisa a tropiezos, sus ojos son una raya de aceite, lo muerde en el pecho con los dientes y con los labios, él sale del fondo del estanque de ella para tomar aire y ve por encima de la turbamulta de la cabellera la esfera rojo naranja de una pelota surcada de rayas, suspendida en el aire, en realidad suspendida del entrepiso, y es como la insólita visión de un instante de fotografía del planeta Marte brillando en el universo de la mueblería. Las manos de Xavier suben por la espalda de ella y ella le recorre el pecho con la lengua, sube al cuello, bucea en los oídos y afuera los primeros camiones ruedan en el alba que apenas empieza, le suelta el broche del sostén, le abre el mecanismo indescifrable de botones de la blusa bajo el suéter, los frenos de gemido de un animal de pasajeros agonizan en alguna esquina, las primeras huellas de los hombres marcan el día, ya no hace frío, ahí adentro de ellos ya no hace frío y la saliva se les desborda, las bocas hundidas, ella montada a medias en una pierna de él, buscándolo en la noche de su cuerpo, empujándolo con urgencia de subírsele encima, pero él está apoyado en un mueble demasiado frágil que se va para atrás, se detienen a medias, caen cosas de vidrio rompiéndose y granizando el suelo, Yolanda se incorpora primero y lo jala de la cintura del pantalón para sacarlo del derrumbe del mueble y sillas para abajo. No dicen nada, se enlazan y dan una especie de giro de baile. Xavier aparta una silla. Un florero, los papeleros, el teléfono con un timbrazo de alarma de bomberos y todo lo demás que está en el escritorio se va al suelo cuando la recuesta encima y ella riéndose muda, como los animales se ríen, si se ríen. Xavier sube a su cuerpo tendido, ella lo envuelve con las piernas, la falda hecha nudo, el sostén enredado en los hombros, el desorden de la blusa, el suéter espeso escondiendo sus pechos, "¿dónde estás que te me vas de las manos?", con ganas de todo y sin nada por culpa del remolino en donde no acaban de encontrarse, comiéndose uno al otro a pedazos, vueltos locos sin alcanzarse en ninguna parte y Yolanda se dobla hacia él y se le cuelga del cuello, las piernas anudadas a su espalda. Cargándola, él se pone de pie, ella gime como si un dolor y ya, dice, ya, porque no se muere ni está viva, ya, dice sintiéndose altísima en un vuelo del que de repente le quitan el aire y se pierde, se queda a la deriva un momento y se suelta, pero él la detiene, aunque sólo a medias, porque sus manos la buscaban por otra parte y ruedan sillas tubulares, trastabillan hechos bola como si un terremoto les moviera las cosas. Xavier la rescata a punto de irse de bruces, entrampada en los enredos de su propia ropa, da un manotazo para detenerse de él, la jala, como si lucharan en una campo de escombros, la empuja hacia una mesa pero la tapa de ésta se desliza de las patas y se levanta como si fuera un ala de avión, un espejo se rompe y es posible que alguien pase allá afuera y oiga el ruido preguntándose qué sucede ahí adentro, en donde las cosas van quedando en un estado de campo de guerra y él se pasa una mano por encima del rostro, desesperado, sin entender por qué tanto tropiezo si los dos quieren lo mismo, o tal vez por eso, y ya: al fondo hay un área de camas en exhibición: como puede la carga, pero no hay espacio para esas maniobras, no ve por dónde, tropieza con un librero endeble que se va para atrás con más escándalo que ninguna cosa hasta ahora, "al diablo", piensa sin soltarla, dejándose caer en una cama forrada de plástico y ruedan, se besan, ella se saca el suéter pero se deja la blusa, que está abierta, el sostén colgando de un solo hombro, las zapatillas aún en su sitio. Desde un calendario en la penumbra un águila vuela hacia ellos. Xavier se queda encima de Yolanda, los sexos unidos pero separados por el pantalón, ella abierta, deshaciéndose pero capaz de detenerse un momento de angustia con los ojos abiertos en un paréntesis que parece estar afuera del tiempo: en la menos oscura sala en donde están, sin que sea de día pero ya pronto, el amor se les vuelve una cosa densa y palpable, fulminantemente dulce y temible y muerto de sed y dorado y arduo amor sin futuro y sin nombre porque están libres el uno del otro y su futuro posible es ahora, y no importa: igual el amor, o esa sensación de abismo y de ansias que es el amor, igual está ahí, como pocas veces es posible tenerlo: una cosa sin forma, pero sólida y blanda y caliente, algo vivo que se mueve mientras contemplan el relámpago de agonía de la entrega del otro que es como encontrar el nombre de una palabra con la cual un hombre, un ser humano, ella misma ahí, pudiera sentir la ilusión perfecta de que todo está en su justo y perfecto lugar. El aire se queda inmóvil como un vidrio inmóvil antes de romperse. No dicen nada. En esos instantes de éxtasis helado adentro de un horno en donde un hilo puede acostarse en el aire y quedarse ahí quieto, no dicen nada. No importa quién está enfrente de cada uno de ellos, no son la mujer o el hombre exactos, el uno para el otro, eso no existe: son incompatibles por completo y ella se electriza como si una bandada de pájaros de tormenta le volara en el alma, se dobla hacia él y le abre el cinturón, los broches, el cierre, llega hasta adentro, toma su sexo en la mano y es como si tuviera un poder por encima de él que la ahoga, se lo mete en la boca un momento, sólo un momento, y con ojos rendidos de fiebre y de amor voltea a verlo a los ojos: métemela, le dice con una voz agónica que lo pierde y le ablanda los huesos, ella se echa hacia atrás, abierta la boca, tocándose el sexo, persiguiendo con sus ojos los de Xavier para ver en ellos lo que él ve, y después se desbocan, se les apaga el mundo, el ruido, los olores dejan el aire y ellos se van al fondo de sus cuerpos oscuros y Yolanda se gira, sin darse cuenta, arrastrada por su propio vaivén, su cabeza en el borde de la cama se dobla hacia abajo, no ve nada, no necesita ver nada, no se acuerda quién es, no es nadie, con las manos se abre más las piernas, jadea como si un llanto, se deshace, se quiebra, cae de picada, se va, se vacía sobre él, sube hasta él y se cuelga de su cuello, lo envuelve en sus piernas, se despeñan, se hunden en un hervidero de grandes aguas, salen, se beben el aire, se mueren, se mueren en el cielo del orgasmo desde arriba hasta abajo en un completo apagón.

Se acabó el mundo: están en un cajón de vacío en donde no hay nada ni está nadie, ni ellos, el cuerpo se les hizo de aire, de nada: son sólo una ingrávida sensación de placer que deriva en la nada. Un rumor circular da vueltas de ave desde un centro que está en todas partes. No hay olores pero sí una vaga mancha de luz sobre la piel de los párpados. El motor de gases helados del refrigerador ronronea como una respiración giratoria y ahí está la cama, Yolanda doblada de espalda hacia el suelo con la cabeza y un brazo y un hombro sobre la alfombra del departamento de Xavier, el pelo desparramado y revuelto, él todavía adentro de ella, incorporándose para librarla del peso de su cuerpo, los pantalones atorados en las piernas, el saco vuelto sobre los hombros, la camisa abierta. Aquí es, ¿verdad?, dice Yolanda reconociendo el lugar, viéndose a sí misma con él adentro y hundiendo después una mano en la pelambre de los dos sexos. Se ruedan hacia la alfombra y se besan vagando lentamente en las bocas; luego, más parecidos a dos náufragos con jirones de ropa se desnudan metódicamente uno al otro y se recorren los cuerpos con suaves dedicaciones de amantes. Se besan los contornos, se dan vueltas para verse y sentirse, palpan sus sexos, los prueban, descubren todavía intacta el aura de ángeles de después del orgasmo con su cauda de ternuras y tibiezas de donde cada uno poco a poco regresa a sí mismo, reconciliado con el mundo, e incluso con la basura que hay en el mundo; el sol debe estarse asomando definitivamente por alguna parte con la amenaza de inundarlos de un momento a otro ahí mismo, sobre la alfombra en donde nuevamente se buscan boqueando la tierra de arena que es el cuerpo del otro, buceando en el aire de agua y de luz del día que da vueltas, dando tragos de universos de polvo en los primeros rayos del sol que los tocan, nadándose abandonados en las acequias tibias de saliva de las bocas, comiéndose mutuamente antes de que no quede nada, ni siquiera la más perfecta entre las ilusiones posibles de esta ilusión real.