por Guadalupe Nettel
Sucedió hace un par de años, en esa época en la que mi mujer y yo alquilamos el apartamento. Habíamos recurrido a una agencia que nos recomendó un amigo mío y que cobraba comisiones muy razonables. Después de visitar edificios en todos los barrios de Barcelona, seleccionamos dos: uno en la calle Mistral, cerca de Plaza España, y el otro en la calle Carolines, en el barrio de Gràcia. El de Mistral era un espacio soleado, con una pequeña veranda que Alina imaginó inmediatamente como un jardín interior. La arquitectura no era especialmente bonita. Se trataba de uno de esos edificios cuadrados sin demasiado encanto que abundan en esa zona, pero que a ella le parecen amplios. El piso de Gràcia, en cambio, estaba en un entresuelo, en la acera izquierda de la calle Carolines, viniendo del metro Fontana. El edificio era antiguo y con buenos acabados. El ascensor de madera que hacía juego con la puerta modernista, las columnas y los arcos dentro del apartamento, le daban cierta distinción. En pocas palabras, era un piso con mucho estilo, un lugar en el que se podían organizar cenas agradables, una casa de la cual enorgullecerse. Por desgracia, en ese sitio el sol entraba a duras penas y por la parte de enfrente. El patio interior, al que daban las tres habitaciones, debía iluminar los apartamentos de arriba pero no conseguía llegar hasta aquella planta. Esa fue la razón por la que no lo elegimos de inmediato. En sus ratos libres, Alina trabajaba como ilustradora de cuentos para niños y prefería un lugar luminoso. Durante el fin de semana, le estuve dando vueltas al asunto y me decidí por el piso de Gràcia. ¿Qué importaba la falta de sol si siempre invitábamos a la gente por las noches? Además, Alina no dibujaba tan seguido como para que esa actividad secundaria constituyera una razón de peso. Cuando lo hiciera, podía utilizar una lámpara de diseñador que imita perfectamente la luz del día. Le prometí que yo mismo me iba a encargar de instalarla.
El lunes por la mañana, llamamos a la agencia para comunicarle que habíamos elegido el piso de Carolines pero el empleado nos respondió que ya no estaba disponible.
–Digamos que está muy comprometido. Lo ha reservado una pareja joven con dos niños.
–Nosotros ya tenemos el expediente completo –argumenté inútilmente–. ¿Por qué no nos lo alquila de una vez?
Pero el encargado dijo que no podía. El matrimonio había pagado la reserva y esa era la política de la agencia contra la cual no era posible atentar.
–Si hay algún cambio o tardan más de la cuenta en traer los papeles, se lo haré saber de inmediato –prometió antes de colgar.
Esa misma tarde, Alina pasó a la agencia para pagar la reserva de la calle Mistral. Yo en cambio seguí imaginando mi vida en Gràcia: los paseos que daría por el barrio, el cine Verdi, los cafés en las terrazas, el Teatreneu. Estaba seguro de que vivir cerca del teatro me ayudaría a regresar a él. Antes de que pasara un año, estaría trabajando en alguna obra. Y así, conforme pensaba en el porvenir que deseaba tener, el apartamento de Gràcia se fue volviendo a mis ojos más y más indispensable. El jueves, sin embargo, la agencia me llamó al móvil para confirmar que el piso ya estaba alquilado. De modo que no hubo más remedio que mudarnos al de Plaza España.
Durante el mes de julio, Alina y yo nos dedicamos a renovar nuestra casa. Pintamos las paredes y el techo, arreglamos los armarios y pusimos el jardín interior que ella había imaginado. Al terminar, decidimos tomarnos unos días en el pueblo de mis padres. Cuando volvimos del campo, el olor a pintura ya había desaparecido. Sin embargo, desde la primera noche, tuve la impresión de que el lugar seguía siendo inhabitable. No tenía ninguna razón para pensarlo, así que preferí no decirle nada a Alina. Ella, en cambio, estaba feliz con los resultados de sus reformas, y los colores que habíamos puesto en la sala.
En el otoño, establecí una nueva estrategia para volver a actuar. Esta consistía en frecuentar a los jóvenes que probablemente aún sentían algún respeto por los actores de mi generación. De modo que organicé varias cenas para conocer a un par de directores nuevos. Llevaba más de dos años trabajando en una dependencia de la Generalitat y tres sin pisar el escenario. Según Alina, debía darle gracias al cielo por ese empleo de mierda y dejar el teatro para los ratos libres, como hacía ella con la pintura. Los invitados a las cenas nos felicitaban por el apartamento, pero nunca me ofrecían trabajo en ninguna obra, ni siquiera como ayudante de escenografía. Se acercaba el invierno y la situación era más o menos la misma. Conforme pasaba el tiempo, me iba invadiendo una sensación indefinible, demasiado serena para llamarla ansiedad pero lo suficientemente desagradable como para pasar inadvertida. Tenía la sospecha de que muy cerca de mí, algo se estaba fraguando, algo que no alcanzaba a ver pero que me concernía por completo. Empecé a caminar por las tardes para tranquilizarme. Después del trabajo, vagaba por la ciudad sin ningún rumbo establecido. Mis paseos terminaban muchas veces convirtiéndose en giros gravitacionales alrededor de un teatro. El Romea, si estaba en el Raval, o el Lliure, más cerca de casa. Muchas veces ni siquiera me acercaba hasta la puerta para ver la cartelera, sino que permanecía en las calles aledañas esperando la salida de la gente que, después de la función, se precipitaba hacia los bares y los restaurantes del barrio. Me bastaba con respirar el aire de intensidad que inunda a los espectadores tras una buena representación, esa intensidad que yo mismo había sentido tantas veces y que, en la adolescencia, me había llevado a creer que había nacido para actuar.
Fue uno de esos paseos el que me acercó de nuevo a la calle Carolines. Desde que habíamos terminado las reformas en el piso de la calle Mistral, pensaba mucho menos en el otro apartamento. Ahora el piso de Gràcia formaba parte de esa lista interminable de cosas deseadas que nunca habían ocurrido y a las que creía haberme resignado. Sin embargo, una vez cerca del metro –y a pesar del frío que estaba haciendo aquel día– me fue imposible no asomarme al edificio. Total, eran sólo dos cuadras después de Fontana, no iba a retrasarme demasiado. La calle estaba bastante oscura. Desde la esquina, distinguí las ventanas encendidas en el entresuelo. Al acercarme un poco, escuché el eco de una música. Advertí que había una lámpara de pie justo en el sitio donde yo había planeado poner una y también me pareció que había un par de macetas. Permanecí ahí durante algunos minutos, imaginando que aquellas siluetas que distinguía en la ventana eran la mía y las de mi familia. No la mía y la de Alina, sino las de una familia distinta, una esposa y unos hijos que no conocía pero que me inspiraban un cariño profundo y a la vez insoportablemente triste, como el que inspiran los seres queridos que hemos dejado de ver.
Cuando llegué a casa, Alina había hecho la cena y me esperaba leyendo en el comedor. Fui a lavarme las manos y, al mirar el espejo, sentí que un individuo distinto se había apoderado de mi rostro. Pensé en la otra casa durante toda la noche. No abandonaba la idea de que ese piso era el más adecuado a mis gustos y a mi manera de ser, de la misma forma en que el de Mistral le correspondía más a Alina. Me dije, para consolarme, que un apartamento era en cierta medida similar a un hijo donde se mezclan los genes de dos familias. En nuestro caso, habían triunfado los gustos de mi mujer, quizás me tocaría a mí en la próxima ocasión.
El viernes siguiente, al salir de la oficina, me dirigí de nuevo al edificio. En esos días oscurecía temprano, así que ya era de noche cuando bajé en el metro Fontana. Esta vez, sin embargo, no había luz en el apartamento. Casi todas las ventanas de la finca estaban cerradas. “Es normal –pensé–, a esta hora, nadie está en su casa.” De modo que decidí sentarme en el café que había en la acera de enfrente. Elegí una mesa cercana a la calle y pedí un descafeinado con leche. El sitio tenía todo el estilo de los garitos de Gràcia, bohemio y afrancesado, con luces bajas y algunos afiches colgados en la pared. En uno de ellos distinguí la cartelera del Teatreneu. Estaban dando otra vez Ubu President, la obra de Alfred Jarry trasladada al contexto político de Cataluña. La temporada se extendía hasta el final del invierno. Aunque me habían hablado bien de la obra en varias ocasiones, había preferido no ir. Xavi Mestre, el actor principal, un muchacho moreno y musculoso, había sido compañero mío en la escuela de artes. Después de la carrera, Xavi había viajado a Italia y luego a Dinamarca para formarse con Eugenio Barba. Al volver, el teatro catalán lo acogió como a un mesías y le dieron los papeles que hasta entonces nadie de nuestra generación había logrado obtener. Mientras bebía lentamente mi café, alternaba la mirada entre el cartel del teatro y la puerta del edificio. Dos lugares a los que no tenía acceso más que como espectador.
En esas estaba cuando vi que una mujer se detenía frente a la finca principal. Debía tener poco más de treinta años. Era delgada y rubia, llevaba el pelo recogido con una elegancia casual aunque estilizada. Un cochecito de bebé y un niño pequeño esperaron a que abriera la puerta. El rostro que observé durante un par de segundos me pareció hermoso. Pocos minutos después, la luz se encendió en el entresuelo. La silueta del niño apareció en la ventana y, más hacia el fondo, la mujer con el bebé en los brazos. La atmósfera cálida del apartamento se derramaba hasta el café de la esquina. Seguí observando unos minutos, luego pagué el consumo y regresé a mi casa. Esta vez, Alina ya había cenado y me recibió en la cama frente a la televisión.
Al día siguiente, nos levantamos juntos como era la costumbre. Desayunamos con calma y, también conforme a la costumbre, cada uno salió de la casa en direcciones opuestas. Pero en vez de tomar el metro hacia mi trabajo, al llegar a Plaza España me subí en la línea verde, que recorrí como un zombi hasta llegar a Fontana. Tuve que esperar una hora en el café, antes de ver salir a la inquilina del apartamento. Por el atuendo del crío, me pareció que iba a llevarlo al colegio. Dejé unas monedas sobre la mesa y me dispuse a seguirla.
Esa semana, me di de baja en la oficina pretextando una gripe y durante cinco días consecutivos me dediqué a perseguir a la mujer por las calles de Gràcia. Tres días fueron suficientes para conocer sus hábitos y sus horarios: después de dejar al niño, volvía a casa y alimentaba al bebé en el sillón de la sala hasta las diez. Más tarde, salía con el cochecito hasta la plaza de la Virreina donde se sentaba a leer en un café hasta la hora de la comida. Después recogía al hijo que iba al colegio y volvía a casa. Casi nunca salía por la tarde.
El resto de mi tiempo –es decir, las horas que no dedicaba a mi labor de espionaje– me parecía intrascendente. Mi vida era comparable a los anuncios televisivos que interrumpen una apasionante película. No podía hacer nada al respecto, excepto soportarlo con paciencia. Alina empezó a hacer comentarios irónicos, decía que últimamente estaba en otra parte. Pero yo le hablaba siempre de mi conflicto profesional.
La mañana del jueves, cuando salí de casa para subir al metro, estuve a punto de que me arrollara un camión de la basura, y eso que nunca van deprisa. Me dije que mi mujer tenía razón: debía dejarme de tonterías y concentrarme en mi trabajo, pero eso no me convencía del todo, como tampoco me convencía vivir en una calle de burócratas e inmigrantes, llena de excrementos de perro, ni que hubiera grafiti en los muros del metro. No me convencía el acento tan barcelonés que tenían los empleados de mi trabajo, ni el sabor del cortado en el bar de la esquina. Nuestro barrio no estaba mal, el edificio no estaba mal, el piso tampoco pero, por más que mirara a mi alrededor, no encontraba nada que estuviera bien. La vida me parecía injusta en todos los aspectos. Siendo actor de profesión, podía fingir el mismo conformismo que expresaban mis vecinos, pero seguía preguntándome en cuál año o en cuál kilómetro había salido de la autopista que conducía al destino que, según yo, me correspondía o por el contrario en qué esquina debía haber doblado para no salir a esa calle llena de coches, esa avenida veloz hacia los parques frustrados de la cuarentena.
Mi intuición me decía que algo bueno me esperaba en el apartamento que no habíamos alquilado. Algo inusual y refrescante como un nuevo comienzo tras varios años de infelicidad.
Conforme pasaron los días, dejé de resignarme al papel de testigo y la discreción empezó a volverse insoportable. Quería hablar con la mujer, ganarme su confianza y lograr que me invitara a su casa. No podía seguir esperando y la mañana del viernes, me decidí a interceptarla en el café de la Virreina.
Era una mañana soleada de inverno en las que no hace demasiado frío y es agradable sentarse en una terraza. Ella se quitó el abrigo y pidió un café. Sentado a un par de mesas de ahí, sentía cómo las pulsaciones de mi corazón se iban acelerando. Sin embargo solté la pregunta a bocajarro, con naturalidad:
–¿Estabas en la escuela de teatro, verdad?
La inquilina levantó la mirada. Sus ojos azules se clavaron en mí durante unos segundos.
–Yo no –contestó la mujer con un acento extranjero que no supe reconocer–. Pero mi marido sí que estudió en esa escuela.
Conversamos durante algunos minutos. Me contó que era danesa y que había estudiado escenografía en Copenhague hasta que decidió mudarse a Barcelona para casarse con un hombre que era actor. Antes de que pronunciara el apellido de su esposo, comprendí que estaba hablando con la mujer de Mestre.
–No me digas que estás casada con Xavi, el discípulo de Eugenio Barba –dije con admiración fingida.
Aparenté un interés genuino por la carrera de mi ex compañero; recordé en voz alta las tres anécdotas escolares en las que había coincidido con él, amplificando descaradamente la importancia de nuestra relación. Ella parecía encantada y me escuchó atentamente mientras se lo permitieron sus obligaciones maternales antes de salir disparada hacia el colegio de su hijo.
–Es tan raro encontrar a gente de esa época. Los compañeros de Xavi casi nunca vienen a sus representaciones. Deberíamos vernos otro día –dijo mientras se levantaba. Me dejó una tarjeta con su nombre, su dirección en la calle Carolines y un número de teléfono. Se llamaba Josephina y usaba su apellido de casada.
Volví al trabajo esa tarde y metí la tarjeta en un cajón. No tenía la menor intención de llamarla y tampoco de volver a pasear por sus rumbos. Sin embargo, las cosas no terminaron ahí. Tres semanas después, Alina me llamó por teléfono para decirme que Xavi Mestre había llamado esa tarde.
–¡Quiere que vayamos a cenar a su casa! –me anunció con incredulidad, como si en vez de eso me hubieran nominado a un Oscar.
–¿Y qué le dijiste? –pregunté temeroso.
–Le dije que el viernes nos venía perfecto. ¿Y a que no sabes en que calle viven?
–Sí, lo sé –respondí–. Fueron ellos los que nos ganaron el piso –dije, para ver si Alina me hacía el favor de odiarlos un poco. Olvidaba que ella siempre había preferido nuestro apartamento.
Aunque nunca habíamos sido amigos, Xavi se comportó como si realmente le diera gusto volver a verme. La cena fue una delicia y el piso estaba mucho más hermoso que un par de meses atrás, cuando nos lo había enseñado la agencia. Yo, por mi parte, encontré a Mestre muy cambiado, envejecido y escueto, más parecido al rey Ubu que al chico que había conocido quince años atrás. Me pregunté si estaba enfermo o si su aspecto era consecuencia de una temporada tan larga. Sin embargo, en vez de volverlo lastimoso, esa vejez prematura acentuaba su aire de superioridad. Durante la cena, me aseguró que los compañeros de la escuela de teatro no querían saber nada de él desde que había vuelto a España. Pero a pesar de la guerra encarnizada que le había hecho el sindicato, los directores nunca pusieron en duda su talento.
–Es normal que todos esos actorzuelos te detesten –dije para complacerlo–. Te deben tener unos celos... –Y en el acto me gané su simpatía.
Durante la cena, me levanté dos veces para ir al baño. Así fue como pude descubrir las otras habitaciones, tan espectaculares como la sala. En el pasillo había fotos enmarcadas de Xavi en el escenario y también una placa conmemorativa. Todos los muebles y los objetos de ese lugar me parecían familiares y por eso sentía una sensación de pertenencia difícil de soportar. Esa casa era casi mía pero, por una razón incomprensible, no podía vivir ahí.
Casi al final de la noche, Mestre me preguntó por qué había dejado de actuar. Iba a decirle lo que siempre contesto, es decir, que prefiero tener una vida estable y segura con una casa bonita donde podrán vivir los hijos que tendré con Alina, pero no me atreví. Me alcé de hombros y respondí que no soportaba el medio artístico y por eso había preferido alejarme. Él comprendió perfectamente.
Fue una velada extraña. Hablamos mucho de la escuela, de nuestros sueños de antes, del camino que cada uno había elegido. Xavi me describió la obra y sus relaciones con el teatro catalán, que no estaban tan bien como yo había imaginado. Me sorprendió que se sincerara conmigo de esa forma. En su voz noté cierta amargura que entonces yo no supe descifrar.
Hablamos y bebimos hasta la madrugada. Prometimos seguir en contacto e invitarlos a cenar la próxima vez. No recuerdo exactamente cómo volvimos a casa. Cuando me desperté, mi adolorida cabeza era un pantano putrefacto. Alina me miraba fijamente. Pocas horas después, me reclamó mi interés por la mujer de Mestre. Me pidió que no volviera a verla. Aun así, llamé esa misma tarde para agradecerles la cena. Josephina, quien me atendió el teléfono, me explicó que Xavi estaba enfermo y se negó a comunicarme con él. Mis sospechas acerca de su salud se agudizaron.
–En general lo lleva bien –había dicho ella–. Pero hoy no ha podido ni levantarse de la cama.
Su voz me dejó preocupado. Ninguno de esos días pude quitarme a Josephina de la cabeza. No lograba distinguir si lo que me atraía era ella, su personalidad y su boca, o si mi fascinación se debía a que era la esposa de Xavi Mestre. Un hombre a quien le envidiaba absolutamente todo, incluida su relación conflictiva con el teatro catalán.
Aquel fue el diciembre más frío del que tengo memoria. La humedad se nos metía en los huesos y Alina seguía enfadada. Volví varias veces al piso de Carolines, pero sin ella. Recuerdo esas visitas a Xavi Mestre como lo único interesante que hice aquel invierno. Bebíamos orujo y jugábamos al ajedrez en su estudio, donde la luz del sol no entraba casi nunca. Mientras jugábamos, él se distraía recordando nuestro pasado común en la escuela de teatro. Yo no podía creer que, después de semejante éxito, sintiera nostalgia por esa época tan miserable.
Una tarde, entre copa y copa, me anunció que no iba a terminar la temporada de Ubu. Cuando le pregunté la razón, me mostró unas hojas con el logo de la clínica CIMA.
–El doctor dice que sería mejor suspender la temporada, pero en vez de eso Rigola le ha pedido a un cretino que me reemplace. ¿Puedes creerlo?
El bebé se puso a gritar en la habitación contigua. Cuando le pregunté qué pensaba hacer al respecto, respondió:
–Algo se me ocurrirá. Le pese a quien le pese, yo voy a seguir trabajando.
Bajé las escaleras sorprendido por su respuesta. Enfermo como estaba, el hombre desbordaba confianza en sí mismo. Al salir del edificio me encontré con Josephina. Me esperaba en el mismo café donde yo había espiado tantas veces su apartamento. Tenía los ojos hinchados.
Me senté con ella en una mesa del fondo. Hablaba en voz baja, como si temiera que los otros clientes escucharan lo que iba a decir. Me explicó la gravedad de los últimos resultados. Según ella, la enfermedad de Xavi era la consecuencia de varios años de trabajo sin descanso, pero él era un necio además de un egoísta. También se expresó con amargura del director que lo había echado a la calle como un perro. Yo intenté calmarla: pedirle a Rigola que suspendiera la temporada porque Xavi estaba enfermo era un suicidio que además perjudicaría a los otros actores. La cogí de la mano. Pero ni mis palabras ni mis gestos de apoyo lograron que se sintiera más tranquila.
A partir de ese momento, aumenté la frecuencia de mis visitas. Iba tres o cuatro veces durante la semana, excepto los sábados y los domingos. Ni siquiera me tomaba la molestia de pasar por casa. Al salir del trabajo, subía al autobús en Mayor de Gràcia y me detenía unas calles antes, para pasar al supermercado. Si algo puedo decir en mi favor es que siempre llegaba con algo de comer. Cada tarde, me ofrecía a poner la mesa, cambiaba al bebé o jugaba con el niño. No me costó ningún trabajo acostumbrarme a la casa pues, como he dicho antes, siempre me resultó familiar. Al entrar dejaba mi abrigo en el perchero y el portafolios en el vestíbulo, después pasaba directamente a la cocina para guardar las cosas que había comprado. Poco a poco me fui convirtiendo en un miembro más de la familia. Conocía perfectamente el lugar de cada plato en la cocina, sabía poner la mesa y hasta cambiar la ropa de cama si era necesario. En el baño, donde me gustaba sentarme largamente, encontraba siempre mis dos revistas favoritas.
Tal y como lo había anunciado, Xavi siguió trabajando. En cuanto dejó la obra, empezó a escribir una novela. Según Jospehina estaba corrigiendo un manuscrito guardado durante más de diez años, una parodia del ambiente artístico español, en particular el de Cataluña. Verlo trabajar era humillante. Estoy seguro de que su disciplina y su concentración habrían hecho sentir mal a cualquiera, no sólo a una rémora como yo. A la hora de la cena, Josephina tocaba varias veces a la puerta del estudio para ver si quería acompañarnos o si prefería que le lleváramos la cena a su escritorio. Cuando aceptaba comer con nosotros era siempre él quien ponía el buen humor en la mesa. Escogía algún disco, encendía una vela. Los niños ya estaban durmiendo a esas horas y nos sentábamos solos a disfrutar de una buena sopa caliente. A diferencia de mí, él comía cada vez menos. A veces, estaba tan cansado que le costaba trabajo sostener los cubiertos. Aun así consiguió terminar la novela.
Poco tiempo después, Xavi ingresó en el hospital de San Pau. Josephina lo acompañaba la mayor parte del tiempo y, por supuesto, las tareas de su casa se multiplicaron. Traté de ayudarla en todo lo posible, atendía las llamadas al teléfono y aprovechaba para borrar del contestador los mensajes chantajistas de Alina, quien para entonces ya había adquirido la costumbre de insultarme. Pero yo no tenía tiempo para sus ataques de celos, debía ocuparme de bañar a los niños, de prepararles la cena y de acostarlos a dormir. Así fue como empecé a quedarme por las noches. Primero en el sofá, luego con los niños que siempre tenían miedo, y, cuando Jospehina se quedaba en el hospital, también dormía en la cama de ellos.
Xavi murió antes de que terminara el invierno. Lo velamos en Pedralbes. Fue un funeral triste, con más periodistas que amigos. Estuve ahí toda la mañana. Mi mujer no apareció y preferí no insistirle en que lo hiciera. En la tarde, Josephina y yo coincidimos en el café del velatorio. Nos sentamos en una de las mesas. Se estaba bien ahí. Hacía menos frío y el vaho en las ventanas impedía ver las lápidas del jardín. Recuerdo que llevaba una chalina gris de cachemira. Cuando busqué su mano, me di cuenta de que ya no la deseaba. Estoy seguro de que no tenían que ver ni su dolor ni las circunstancias dramáticas. Le pregunté por los niños y me contó que su hermana se los había llevado a Dinamarca esa misma mañana. Me dio las gracias por haber estado tan cerca en los últimos días.
–Le demostraste a Xavi que no todos los actores son tan infames como él pensaba.
Me limité a sonreír modestamente.
Cuando nos despedimos, Josephina me anunció que pensaba regresar a Copenhague y me preguntó si me interesaba retomar el alquiler de su apartamento. Le pedí que me diera unos días para pensarlo. ~
miércoles, mayo 13, 2009
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