viernes, noviembre 26, 2010
martes, noviembre 23, 2010
martes, noviembre 09, 2010
Sobre el ensayo
El arte de perdurar, de Hugo Hiriart, Oaxaca, México: Editorial Almadía, 2010.
Introducción
El ensayo limita hacia abajo con el aforismo y la máxima, que son ensayos destilados, y hacia arriba con el tratado, que es examen exhaustivo de algo. De un lado, Nietzche vanagloriándose: “Digo más en un aforismo que otros escritores en libros enteros”; el otro, el enorme y complejo Ensayo sobre el entendimiento humano, de John Locke (muy bien traducido entre nosotros por el fallecido Edmundo O’Gorman). Entre estos dos extremos heroicos se sitúa el ameno y libérrimo campo del ensayo.
Pero el ensayo se distingue también del tratado por su irresponsabilidad gozosa. El único compromiso del ensayo es no aburrir, quitando eso lo admite todo: el chisme, la tentativa, la extravagancia, el juego, la cita de memoria, el coqueteo, la arbitrariedad. Y es ilimitado: cualquier tema es bueno para un ensayo, desde la sesudsa disquisición sobre la realidad política a la Sarmiento, Mariátegui o González Prada, hasta la mosca de Proust que oyó zumbar Alfonso Reyes. Todo se vale.
¿Todo? ¿Puede un ensayo tener, por ejemplo, personajes? Desde luego, ahí están los ensayos en diálogo de Plutarco o Cicerón, y uno de los mejores ensayos jamás escritos, El sobrino de Rameu, de Diderot (traducido por Goethe al alemán) tiene personajes.
¿Cuál es entonces la diferencia entre cuento y ensayo?
Digamos que el cuento trata de reproducir las conductas, siempre misteriosas, de la gente, y su habla, y las situaciones en que se ve envuelta, mientras que el ensayo trata sólo de reproducir el discurrir de nuestra inteligencia o comprensión de las cosas. El criterio más sano para distinguir cuento de ensayo es que el cuento precisa verosimilitud y el ensayo no. Verosímil es la acción o situación humana creíble. Si en un cuento realista un personaje salta limpiamente una barda de cuatro metros de alto, cae en inverosimilitud porque, simplemente, nadie puede dar este salto. Es decir, porque la acción no es coherente con el personaje. Verosímil no quiere decir real, sino coherente. Volar en un caballo alado hasta la Luna es, en un cuento fantástico, perfectamente verosímil. Es decir, no contradice las premisas de la situación o del personaje. La realidad con frecuencia es inverosímil, pero sólo las narraciones tienen ese requisito que cumplir, la realidad puede hacer y hace lo que le da la gana.
En el ensayo, donde no se narran acciones humanas, no hay nada en qué creer, y, por lo tanto, no tiene sentido pedirle ninguna verosimilitud. AL ensayo se le puede pedir perspicacia, lógica, ingenio, pero n hay espacio en él para la delicada coherencia de lo creíble.
En este orden es ilustrativo el caso del gran ensayista norteamericano Guy Davenport cuyos ensayos son nutritivos y de irresistible deleite, pero sus cuentos, construidos con el mismo material de los ensayos pero sin el sutil latir de la existencia humana que conviene al cuento, son aburridos.
Con la novela la relación es diferente. La novela es monstruo en el que todo cabe, es barril sin fondo. Por eso es frecuente que las novelas contengan ensayos disfrazados o patentes. Por ejemplo, los famosos y pesadísimos ensayos “De los monasterios en general” y, como, si no bastara con un plomo, “De los monasterios en Francia” que figuran en la novela, por otra parte obra maestra, Los miserables, de Víctor Hugo. O el “Elogio del agua”, trozo magistral del Ulises de Joyce.
Pero el problema no es que la novela contenga bien acotados ensayos, sino que hay novelas que se presentan como verdaderos ensayos. Por ejemplo, Thomas Mann describía su novela La montaña mágica como un largo ensayo sobre la situación cultural de Europa. Sí, pero esa es sólo una de las muchas lecturas de la novela. Muchos no la hemos leído así. La novela, frente al ensayo, se caracteriza por su pluralidad de interpretaciones legítimas. Mientras que el ensayo no tiene casi nunca esa ambigüedad: está escrito para ser comprendido sin necesidad de interpretación, directamente.
El ensayo puede estar escrito en prosa o en verso. Sobre la naturaleza de las cosas, largo ensayo donde Lucrecio expone su filosofía materialista, está en verso. Partes del Libro de Job, brillantísimo ensayo sobre el mal, están en verso. Pero es cierto que la poesía preponderante desde hace siglos ha sido la lírica, y se ha reservado a la prosa para otros tipos de disquisición menos exaltada, más racional y espesa.
No hay que confundir el ensayo con la crónica. Crónica es la narración de un suceso real. Ensayo es el discurrir racional sobre un tema dado. La crónica es falsa o verdadera, puntual o no. El ensayo es interesante o aburrido, pero no fiel o infiel porque no tiene ni puede tener ningún compromiso de fidelidad con nada. Si el ensayo acierta, a menudo contiene verdades, pero nunca son del tipo de verdades que explaya la crónica. En Carlos Monsiváis, notable ensayista y el mejor de nuestros cronistas, los dos géneros se acercan, pero nunca se confunden.
Por último, no hay ninguna razón para no adaptar ensayos al teatro o al cine. Que el ensayo es tan representable en teatro como las ficciones habituales lo prueban, por ejemplo, el teatro de Cantor en conjunto y obras com la escenificación, dirigida por Peter Brooke, de los ensayos contenidos en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, del médico y escritor Oliver Sacks. Claro que lo deseable es que no sea un ensayo ilustrado más o menos gratuitamente en la escena, sino una auténtica obra de teatro con contenido ensayístico. Brenard Shaw, que en sus obras se acercó mucho a este teatro ensayístico, solía decir: “La inteligencia tiene sus pasiones y son tan fuertes como las que brotan del sentimiento”.
Los ensayos en cine son muy frecuentes, se llaman documentales.
Al marcar los límites de la cosa, la identificamos. En literatura los límites son siempre imprecisos, pero claros. Esto sucede muy a menudo: pensemos en los límites de los colores, sabemos muy bien cuál es el color azul y cuál el verde, aunque hay tonos de color que dudamos de identificar como verde o azul. Los límites entre colores, como los literarios, son imprecisos, pero claros.
Todos los límites son interesantes. Los espaciales: el lugar donde se tocan dos realidades.
Por ejemplo, ¿por qué se curva un poco hacia arriba el agua en el lugar donde se encuentra con el vaso?, o el lugar donde la ciudad se convierte en campo, calificada por Pío Baroja de siempre tristona y desangelada, o en ese momento en que nuestra mirada choca con la mirada del otro, del prójimo, igual a nosotros y al mismo tiempo completamente diferente y cuya interioridad es opaca a nuestra percepción.
Y los temporales: el origen y el fin de algo o el momento en que un ser deja de ser lo que es para convertirse en otra cosa. El universo ahí está, pero si preguntamos por sus límites temporales surgen preguntas dramáticas, como la clásica y monstruosa de Leibniz: ¿por qué hay algo en vez de nada?
Afortunadamente nuestra indagación no es sobre estas desmesuradas cuestiones, sino sobre algunos sencillos límites literarios. En el primer capítulo, que espero sea al mismo tiempo crítico y cariñoso, exploro las razones y consecuencias de que Reyes no haya alcanzado una magnus opus cabalmente representativa de su enorme talento, ¿con qué limíte topó el maestro para no alcanzarlo?
En el segundo capítulo amplío y generalizo el problema planteado, sitúo a Reyes entre los grandes polígrafos franceses de fines del siglo XIX y comparo su arte del ensayo con el de Paul de Saint-Victor. Y también enfrento el ensayo alfonsino con otro tipo de ensayo diferente, el de la tradición británica representada en este caso por el arte de George Orwell.
En el tercero examino la influencia posible de los ensayos de Reyes en los de su amigo Jorge Luis Borges y exploro por qué este último sí alcanzó la obra maestría representativa negada a Reyes. Trazo un boceto de tipología de la inmortalidad literaria y estudio, en una comparación con Ibargüengoitia, las condiciones de la fama entre los jóvenes al momento de la muerte del maestro.
La ruta que elegí para emprender la ascensión a la montaña Alfonso Reyes, el tema de la perduración literaria, no es la más agradable y frecuentada, es ápera y entrometida en cosas de las que no se suele hablar, pero siempre presentes, creo, en la mente de todo escritor. Tiene precipitaderos peligrosos, como parecer hasta una especie de investigación de mercados. Pero si es bien sorteada nos puede revelar alguna verdad profunda acerca de la esencia del arte literario.
Luis Cardoza y Aragón, que era sincero y no se daba falsos aires de pureza, me dijo un día: “La fama es indescifrable. Ya quisiera llegar yo a perdurar, no con un libro entero, sino con un poema, hasta con un verso”.
Ese misterio de lo que transcurre y lo que permanece es el que vamos a examinar aquí.
Reyes y Borges fueron nuestros maestros, míos y de tantos más. Por eso los estudio. Pero también la reverencia tiene sus límites. No quisiera que se dijera de ete ensayo: “Muerto el león, se acercan a olisquear los perros”, Pero prefiero que se diga eso a ser un discípulo sumiso e indiferente que nunca levantó la mano en clase, se puso de pie y formuló su objeción. El discípulo fiel tiene que hacerlo alguna vez.
Introducción
El ensayo limita hacia abajo con el aforismo y la máxima, que son ensayos destilados, y hacia arriba con el tratado, que es examen exhaustivo de algo. De un lado, Nietzche vanagloriándose: “Digo más en un aforismo que otros escritores en libros enteros”; el otro, el enorme y complejo Ensayo sobre el entendimiento humano, de John Locke (muy bien traducido entre nosotros por el fallecido Edmundo O’Gorman). Entre estos dos extremos heroicos se sitúa el ameno y libérrimo campo del ensayo.
Pero el ensayo se distingue también del tratado por su irresponsabilidad gozosa. El único compromiso del ensayo es no aburrir, quitando eso lo admite todo: el chisme, la tentativa, la extravagancia, el juego, la cita de memoria, el coqueteo, la arbitrariedad. Y es ilimitado: cualquier tema es bueno para un ensayo, desde la sesudsa disquisición sobre la realidad política a la Sarmiento, Mariátegui o González Prada, hasta la mosca de Proust que oyó zumbar Alfonso Reyes. Todo se vale.
¿Todo? ¿Puede un ensayo tener, por ejemplo, personajes? Desde luego, ahí están los ensayos en diálogo de Plutarco o Cicerón, y uno de los mejores ensayos jamás escritos, El sobrino de Rameu, de Diderot (traducido por Goethe al alemán) tiene personajes.
¿Cuál es entonces la diferencia entre cuento y ensayo?
Digamos que el cuento trata de reproducir las conductas, siempre misteriosas, de la gente, y su habla, y las situaciones en que se ve envuelta, mientras que el ensayo trata sólo de reproducir el discurrir de nuestra inteligencia o comprensión de las cosas. El criterio más sano para distinguir cuento de ensayo es que el cuento precisa verosimilitud y el ensayo no. Verosímil es la acción o situación humana creíble. Si en un cuento realista un personaje salta limpiamente una barda de cuatro metros de alto, cae en inverosimilitud porque, simplemente, nadie puede dar este salto. Es decir, porque la acción no es coherente con el personaje. Verosímil no quiere decir real, sino coherente. Volar en un caballo alado hasta la Luna es, en un cuento fantástico, perfectamente verosímil. Es decir, no contradice las premisas de la situación o del personaje. La realidad con frecuencia es inverosímil, pero sólo las narraciones tienen ese requisito que cumplir, la realidad puede hacer y hace lo que le da la gana.
En el ensayo, donde no se narran acciones humanas, no hay nada en qué creer, y, por lo tanto, no tiene sentido pedirle ninguna verosimilitud. AL ensayo se le puede pedir perspicacia, lógica, ingenio, pero n hay espacio en él para la delicada coherencia de lo creíble.
En este orden es ilustrativo el caso del gran ensayista norteamericano Guy Davenport cuyos ensayos son nutritivos y de irresistible deleite, pero sus cuentos, construidos con el mismo material de los ensayos pero sin el sutil latir de la existencia humana que conviene al cuento, son aburridos.
Con la novela la relación es diferente. La novela es monstruo en el que todo cabe, es barril sin fondo. Por eso es frecuente que las novelas contengan ensayos disfrazados o patentes. Por ejemplo, los famosos y pesadísimos ensayos “De los monasterios en general” y, como, si no bastara con un plomo, “De los monasterios en Francia” que figuran en la novela, por otra parte obra maestra, Los miserables, de Víctor Hugo. O el “Elogio del agua”, trozo magistral del Ulises de Joyce.
Pero el problema no es que la novela contenga bien acotados ensayos, sino que hay novelas que se presentan como verdaderos ensayos. Por ejemplo, Thomas Mann describía su novela La montaña mágica como un largo ensayo sobre la situación cultural de Europa. Sí, pero esa es sólo una de las muchas lecturas de la novela. Muchos no la hemos leído así. La novela, frente al ensayo, se caracteriza por su pluralidad de interpretaciones legítimas. Mientras que el ensayo no tiene casi nunca esa ambigüedad: está escrito para ser comprendido sin necesidad de interpretación, directamente.
El ensayo puede estar escrito en prosa o en verso. Sobre la naturaleza de las cosas, largo ensayo donde Lucrecio expone su filosofía materialista, está en verso. Partes del Libro de Job, brillantísimo ensayo sobre el mal, están en verso. Pero es cierto que la poesía preponderante desde hace siglos ha sido la lírica, y se ha reservado a la prosa para otros tipos de disquisición menos exaltada, más racional y espesa.
No hay que confundir el ensayo con la crónica. Crónica es la narración de un suceso real. Ensayo es el discurrir racional sobre un tema dado. La crónica es falsa o verdadera, puntual o no. El ensayo es interesante o aburrido, pero no fiel o infiel porque no tiene ni puede tener ningún compromiso de fidelidad con nada. Si el ensayo acierta, a menudo contiene verdades, pero nunca son del tipo de verdades que explaya la crónica. En Carlos Monsiváis, notable ensayista y el mejor de nuestros cronistas, los dos géneros se acercan, pero nunca se confunden.
Por último, no hay ninguna razón para no adaptar ensayos al teatro o al cine. Que el ensayo es tan representable en teatro como las ficciones habituales lo prueban, por ejemplo, el teatro de Cantor en conjunto y obras com la escenificación, dirigida por Peter Brooke, de los ensayos contenidos en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, del médico y escritor Oliver Sacks. Claro que lo deseable es que no sea un ensayo ilustrado más o menos gratuitamente en la escena, sino una auténtica obra de teatro con contenido ensayístico. Brenard Shaw, que en sus obras se acercó mucho a este teatro ensayístico, solía decir: “La inteligencia tiene sus pasiones y son tan fuertes como las que brotan del sentimiento”.
Los ensayos en cine son muy frecuentes, se llaman documentales.
Al marcar los límites de la cosa, la identificamos. En literatura los límites son siempre imprecisos, pero claros. Esto sucede muy a menudo: pensemos en los límites de los colores, sabemos muy bien cuál es el color azul y cuál el verde, aunque hay tonos de color que dudamos de identificar como verde o azul. Los límites entre colores, como los literarios, son imprecisos, pero claros.
Todos los límites son interesantes. Los espaciales: el lugar donde se tocan dos realidades.
Por ejemplo, ¿por qué se curva un poco hacia arriba el agua en el lugar donde se encuentra con el vaso?, o el lugar donde la ciudad se convierte en campo, calificada por Pío Baroja de siempre tristona y desangelada, o en ese momento en que nuestra mirada choca con la mirada del otro, del prójimo, igual a nosotros y al mismo tiempo completamente diferente y cuya interioridad es opaca a nuestra percepción.
Y los temporales: el origen y el fin de algo o el momento en que un ser deja de ser lo que es para convertirse en otra cosa. El universo ahí está, pero si preguntamos por sus límites temporales surgen preguntas dramáticas, como la clásica y monstruosa de Leibniz: ¿por qué hay algo en vez de nada?
Afortunadamente nuestra indagación no es sobre estas desmesuradas cuestiones, sino sobre algunos sencillos límites literarios. En el primer capítulo, que espero sea al mismo tiempo crítico y cariñoso, exploro las razones y consecuencias de que Reyes no haya alcanzado una magnus opus cabalmente representativa de su enorme talento, ¿con qué limíte topó el maestro para no alcanzarlo?
En el segundo capítulo amplío y generalizo el problema planteado, sitúo a Reyes entre los grandes polígrafos franceses de fines del siglo XIX y comparo su arte del ensayo con el de Paul de Saint-Victor. Y también enfrento el ensayo alfonsino con otro tipo de ensayo diferente, el de la tradición británica representada en este caso por el arte de George Orwell.
En el tercero examino la influencia posible de los ensayos de Reyes en los de su amigo Jorge Luis Borges y exploro por qué este último sí alcanzó la obra maestría representativa negada a Reyes. Trazo un boceto de tipología de la inmortalidad literaria y estudio, en una comparación con Ibargüengoitia, las condiciones de la fama entre los jóvenes al momento de la muerte del maestro.
La ruta que elegí para emprender la ascensión a la montaña Alfonso Reyes, el tema de la perduración literaria, no es la más agradable y frecuentada, es ápera y entrometida en cosas de las que no se suele hablar, pero siempre presentes, creo, en la mente de todo escritor. Tiene precipitaderos peligrosos, como parecer hasta una especie de investigación de mercados. Pero si es bien sorteada nos puede revelar alguna verdad profunda acerca de la esencia del arte literario.
Luis Cardoza y Aragón, que era sincero y no se daba falsos aires de pureza, me dijo un día: “La fama es indescifrable. Ya quisiera llegar yo a perdurar, no con un libro entero, sino con un poema, hasta con un verso”.
Ese misterio de lo que transcurre y lo que permanece es el que vamos a examinar aquí.
Reyes y Borges fueron nuestros maestros, míos y de tantos más. Por eso los estudio. Pero también la reverencia tiene sus límites. No quisiera que se dijera de ete ensayo: “Muerto el león, se acercan a olisquear los perros”, Pero prefiero que se diga eso a ser un discípulo sumiso e indiferente que nunca levantó la mano en clase, se puso de pie y formuló su objeción. El discípulo fiel tiene que hacerlo alguna vez.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)